Entre cuántas líneas (cuatro líneas), letras recitadas, episodios
formales narrados en contadas ocasiones
ante un público honesto; cuchillos por el suelo,
balas por los suelos, un cielo tráfico. He ahí lo que sucede, lo que se
pregunta y reflexiona por descontado,
aquello que reputa una reputación, el divisadero por excelencia, esa
posición de altura
que permite la introspección sin estereotipos, la externalización de
consultas sentimentales. Algo así como ir a por carbón,
ir a por agua recorriendo kilómetros de estepa, levantando nubes de
polvo, rompiendo las sandalias,
como ir a por leña al bosque donde espera la bestia de todos los
cuentos.
Esto tan esotérico es leer, acercarse al pensamiento y la cochambre, al
grotesco diccionario de la gente,
sus puntos suspensivos y sus tableros de gloria, sus postes de
telégrafo y sus buzones
americanos siempre junto a la curva del camino, siempre junto a la
valla desconchada (que algún año habría que pintar).
Filigrana y estilo, poesía que se morrea con el ambiente, se magrea con
el título y la inspiración,
expira. Ahora el poeta se crece mientras escucha al cantante y su
manera de ser (luego vendrá el despilfarro
acústico de Noname, su protagonismo bíblico: leve genealogía). Ahora
está llegando a cierta cúspide
intransigente, determinado cruce, dicha costumbre customizada en
equilibrio corrupto,
diseñada por un tuerto puesto ahí, enchufado ahí en el cargo editorial.
Pues es en el preciso instante, en el mismo lugar en que se incuba la
tragedia y se masca el chicle
crónico de la magia retardada, en el espacio-tiempo adecuado a tal
engendro que engloba toda una semántica cutre,
curtida en mil semióticas desdichas; es el venablo artero disparado a
quemarropa
por un Caifás de pacotilla. Aquí hay que estremecerse, diluirse, bajar
al terreno de la contradicción, descenderse a pulso
soga abajo. Porque la estrofa se complica, no obedece, actúa como un
desfiladero,
deshilachándose continuamente en hebras de metal, de cristal,
irrompibles como ascuas. Es donde fenece
la obviedad del tono y el texto remonta colinas gaseadas, franjas de
yerba coloquial,
ilustraciones de cómic y romanzas.
El verso que se pone en la balanza y resucita como un pollo. El verbo
que aterriza como debe. El solo
grito de la sordidez sobrevenida. Viene Jordan a la pata coja, jugando
a su rayuela
y su poción, su porción de firmamento, apenas la que le corresponde
después de haber luchado en la arena
loca de la playa (y estamos hablando tal vez de Venice, tal vez de
Coney Island, baby: Noname
debe saberlo). Llega con un libro bajo el brazo, tal y como nació,
dictándose una dedicatoria tras otra, firmando ejemplares con una mano
atada a la espalda,
esclavizada por el ramo, por el fajo y el trámite obsceno del cobro y
la extracción.
Pero encuentra en el límite una redención a la medida de sus
extremidades (bellas), sus ojos múltiples y las pestañas
adjuntas. Halla el haiku oculto entre el arroz tres delicias, el
palillo superior, que es como un labio,
la rama nacional de su escritura pisoteada debidamente por una manada
de princesas caucásicas; se mira
en la metáfora de la segunda página, que es una figura par,
y se figura el amor en un segundo plano, uno de segunda mano tan
hermoso que irradia violencia, un tendedero
entre dos árboles a bulto, algo injusto con la grandiosidad de la
fotografía, más bien asocial, el programa
de sobra para que duela menos el silencio y la luz se lleve al otro
mundo parte del alma y parte del poema.
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