Momentos estelares de la vida familiar: la cuchara cae al suelo –hace
calor–, el niño tira un cenicero por el balcón,
la leche está demasiado caliente, vamos de compras (saldos a favor).
Todo eso ocurría entonces; los niños
iban al colegio a que les partiesen la cara, los padres
trabajaban llenos de cicatrices. Las fábricas estaban rotas por dentro,
pero nadie parecía
notarlo. Ni siquiera el humo avanzaba su patriótico desquite
(pronóstico reservado). El humo serpenteaba
inocuo para el plástico reinante y Matrix incubaba
píldoras azules entre la basura real.
La familia de Jordan hacía milagros con la paga: qué buena escuela. Un
hipódromo en la memoria
y los caballos salvajes inaugurando la tierra, salpicándose de espuma.
Libros
voladores, cañones americanos para un desastroso hilo de agua sucia.
Los libros aterrizaban en el mundo y eran
reescritos por un puñado de profetas anticrisis.
Afilar el puñal junto a la hoguera, junto a más bestias de doradas
crines,
perseguir una corriente de aire hasta su desembocadura. Ir al cine a
proyectar un pensamiento común.
La gente se moría viendo la televisión, comiendo tan poco como nunca,
las pizzas se pudrían en el horno,
las hamburguesas todavía pertenecían a sus vivos propietarios. Un
manantial de gérmenes, un rosario de filetes ahumados,
agusanados y flexibles. Toda el agua en el cielo (todavía en manos de
ángeles esquivos y terribles).
Era su momento estelar; el instante divino en que la cosa cambia y empieza
a llover
a cántaros sobre la propiedad privada y sus cauces legales.
Hubo una cabaña de esclavos donde el amo observó la inundación; aquí
llueve. Pero siguió sin arreglarse
el tejado.
Y fueron los propios esclavos, fue Nat Turner
quien tuvo que encargarse de solucionar el problema. A esto se le llama
desviarse del camino. Las anécdotas desvirtúan la ortopedia narrativa,
aunque el poeta se ponga su traje de gala
y sea el hijo mediano de una familia corrupta. Y escuche a Masta Ace
(¡ah, ya coge ritmo el ancla!), que se digna a repetir una frase o finge
una canción de trabajo.
Antes te deslomaban (bien lo sabe el poeta) por un quítame allá esos
libros encerrados; los libros
eran enterrados o tal vez se los exiliaba hacia alguna biblia, mensajes
en una botella
de anís. Se conoce que los versos se hunden y fracasan estrepitosamente.
Solo los mejores aprenden a nadar y se sostienen después de haber sido
devorados, regurgitados por una inteligencia
superior que hace salivar y derretirse.
Hoy Jordan va vestida para qué. No toca. La belleza se arrastra por el
suelo entarimado; hay una mesa de mezclas
bautizando el silencio con su giro y su potencia sexual. La DJ está en
el reino de los cielos,
forcejea con los mandos y se traslada a un fiordo musical donde la
gente es hielo para el bourbon
y el dinero vuelve a significar una patada en la sien de otra saga
interminable.
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