Plasmada la belleza, plana sobre la noche, ejecutándose en mitad del
lienzo; hay una estrella
que da su nombre de oro, su palabra
gansa, su algoritmo telefónico, su luz. Las abejas se toman la molestia
de morir en un lugar remoto. Flores nunca
vistas, adivinadas acaso por el turbio aquelarre de los perros; algo
salvaje en la respiración de la naturaleza, las páginas
de un libro engañosamente vueltas del derecho, aisladas en su proclama
escéptica,
sin otro significado diferente del miedo a la razón que asalta las
conciencias con su enigma.
Una vez fue la belleza y cayó. Luego el pozo se rellenó de sueños
y la gente lanzaba sus monedas pequeñas a la fuente y pedía un deseo en
la lengua de Caín, y los perros
ladraban en su lengua clara, los niños se mofaban de sus lágrimas y el
agua
vestía de azul como un demonio ingrávido.
El lienzo parecía remover el ansia de los ángeles, auscultaba el
peligro en el pecho austero de un espejo
joven, el espectro dorado de aquella industria alada; y escupía su
nombre sobre el alma
triste de los novios, devoraba cañones y salía al encuentro de la señal
del arte.
Jordan hizo su milagro ante un público arrepentido que veía fantasmas por
la calle.
Clavó un baile flamenco rematando sus brazos dos mariposas blancas.
Llevaba un vestido blanco cuando
la avenida se hizo tan exacta como una vía láctea o tan horizontal, tan
recta como un comportamiento adecuado,
tan libre como las perlas que se amontonan en los portales después de
una tarde de lluvia.
Despareció el violento espíritu cuyos malos consejos lastraban
el vívido recuerdo de los muertos. Oh, y el aplauso general acalló la
rutina
oscura del lejano día y sus nubes enlatadas rozaron el tono áspero del
mar crecido, su lejanía turbia como el necio
aquelarre de los astros.
Pues la conciencia pesa más que un verso volcado de raíz, que un
corazón invadido de pureza. El poema se atrinchera
en su epitafio, desafía la concreción de un beso, late
lo mismo que una manzana abierta, desea el filtro de las sensaciones
pero corta el silencio con un párrafo ajeno.
Grave su acento, largo y desmañado; hoy se atiza la lumbre y se
ascienden las cumbres más ariscas,
y el canto permanece en su lago desnudo, empapándose en la brevedad de
una madrugada
rubia que derramase su helada sangre sobre el mundo.
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