Todo por el índice y la enumeración de los proscritos; qué nivel de
retórica endiablada
auspician aquellos dignos de la composición del arte. Que fascinación
produce el propio impulso, la propia
decisión, el gran deseo, la inopia colosal y aterradora
que oscurece el mundo hasta la náusea y solo brilla cerca de nuestra
sombra
cómica. Es tan gracioso el arte con su gracia, lleno de gracia y
precisión sintáctica,
como una virgen populista.
Allá los cántaros rotos del milagro, sus preocupaciones
dentro de la normalidad. Y cuanto más abjuran de su alma y se postran
ante el ídolo espurio del modernismo a toda costa,
más contienen el germen de la descendencia, de su decadencia
extraordinaria, la llama viva de la vejez que aguarda paciente su
egoísmo.
Por eso (y tanto), Jordan se ha consumado en el poema, es una consumada
hechicera, una consumada
acróbata, una consumada teórica del mal. Su belleza abunda en la
monotonía,
su calma angelical se diluye en los estados del espíritu, la cuesta que
sube con su alma, el peso de unos labios
asediados. Ella pasa como un río y a veces inunda corazones.
Estamos en el sueño de la palabra que es ella, lejos de la posibilidad
y el realismo mágico,
ajenos a la fundación de la conciencia y a las fundas de la mente, sus
heroicidades y apareamientos sucesivos,
sus placeres y decepciones. Allí donde aparece el único Angel aceptable
decapitándose o desgajándose de su divinidad
como un pequeño conato de lluvia o una invitación a la neblina. Oh,
sentado a la mesa del padre
autoritario, su patriarcado celeste, mesándose una raza de plumas incipientes, el cabello ambarino.
Sobre una extensión de trigo, se alza el monasterio de donde brota el
parque como un retoño
hernandiano –vivo, por tanto–, lugar de escenas bíblicas, autopista al
océano pacífico. Se produce en su seno el caos,
pero de forma unánime, esencial, la entropía se desata de sus ligaduras
reales. El arte parece tan inútil como decía la televisión,
surge de un modo olímpico, hay una enorme competencia
poética entre cadáveres y seres de otros mundos. El mundo está
aparcado, se reduce
a una población de amaneceres dispuestos en línea recta, lágrimas de
hierba y otras consecuencias naturales.
Junto al mar, Jordan se marea y fuma sin descanso; los ojos de la luna
son ventanas indiscretas. La Luna
es de su propiedad, como la arena que se le mete en los zapatos
y el agua que respira en su cara de ángel.
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