Quizás en la página quinientos se haya declarado una sombra, un
compromiso haya alcanzado
por fin su alegoría. Era necesario escribir con reciprocidad, construir
la casita del árbol
para el francotirador. Pero es un palacio de oriente, la monstruosa torre
de papel
unificada en una lengua insípida. Acabáramos. Se lee a Von Rezzori con
su inefable poliglotismo y es como
colarse en una reunión de maestros de ceremonias. Apuntaría al Nobel,
sin duda merecido,
oscurecido entre la neblina maestra de la guerra, sus proteínas
amatorias, el uniforme de la caballería prusiana, el poni
desertor y la montura injusta. El caso es un libro tremendamente único,
y todo así; recordatorio de Mosley
y su geometría de la ofensa. El triunfo es de la decoración,
la tentación insobornable, el espíritu de un gran solar abandonado
donde se habla en silencio, en voz
baja, y la maravilla reside en el color ceniza de los átomos, la
potencia artística de los altavoces, el recorrido
atento, ese aleteo de la primera luz dominical.
Lecturas sin pecado. Ah, la bella Stella y su virtud política, el
confeti de la historia. Hubo entonces un mundo
alemán de órdenes y aguerridas casacas, cascotes y belicosidad. Cada
desfile era una exposición de cadáveres, las banderas,
vendas improvisadas, los jóvenes, muertos de segunda clase, láminas
apenas concebidas,
lágrimas de hierro sobre la mirada del planeta. Aquí la muerte es un
trofeo, un torneo con especialidades de fábrica,
y la vida un terreno demediado, un cuerpo aislado de su mente, la mera
fantasía de un puñado de aire.
Ved el libro enorme que ha ganado sin llegar a celebrarse, mariscal del
polvo, rebaño de luces, esto.
Esto ha ocurrido sin apercibimientos ni matices, la literatura se
desborda y aguanta el tránsito, se explica por cualquiera otra
función de su onda material; hay rapsodas, lectores tan atrevidos que
ofrecen su impresión, críticos que analizan
el forro forrado de niño del volumen, asumen la maternidad del primer
tomo, amamantan la gloria o ejecutan la carga
de la brigada ligera, todo en el mismo suplicio estimatorio, sobre el
mismo mantel de tonos
necios en que la comida se acerca a la divinidad y el vino arroja su
hedor inventariado, emite un falso rumor de agujas
como si fuera una radio independiente. El libro es la merienda, es un
milhojas deshojado, en síntesis: el convoy que aparece
bajo el reflejo añil del horizonte, por donde viene el infantil
crepúsculo a internarse, la cultura se reduce al moho gris de la memoria
y los sinónimos riman sus peores silogismos; así que tranquiliza
tragarse el relato histórico, con toques exquisitos de posverdad,
cromos que nadie tiene, de autoría indecible, líneas coloradas en medio
del corazón,
forma, en una palabra.
Pues es la forma lo que duele y conmueve, lo que se improvisa después
de haber estudiado el canon, captado la noción
aproximada del secreto, su sectarismo convincente. Nadie recita un
poema y todo está bien,
incluso en un sentido abstracto. Cuánta belleza muerta;
hasta que los bosques rezumen sangre no nacida, hasta que ni una gota
más adorne otro mausoleo fuera del arte.
Después de las bayonetas, llegaron los antifaces de la poesía, el
armisticio frente a la perfecta inspiración de los traidores
o la inquina desproporcionada de los buitres. El trono dividido en tramos
de sincera
expiación, la mística del firmamento solamente atribuida a una pluma
acogedora. La grasa del verso encogiendo
a ojos vistas, sus labios azorados en un exacto mohín de bienvenida y
la monotonía del viento
regando los jazmines, apaciguando viejas sombras detenidas en una larga
noche
inoportuna como un tren de madrugada.
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