No se traza la biografía de un esqueleto
puro, se prefiere la sangre por las venas, el reto de un latido
inconfesable. Los muertos están bien
muertos para la foto finish, el estertor final, con su agotamiento,
ese agarramiento postrero a los tendones de la vida. Ver morir es un
espectáculo
dantesco, matar, una entelequia. Como matar un hámster, un póster del
Che, matar un disco de Kansas y enchironar a Led Zeppelin
en una mazmorra de viento, pero pesado.
Los tiempos pasan, pesan en su arroba, arrobados contemplan el paso del
tiempo los amantes,
simultanean su amor con su Ant(i)eros, que estimula un odio demacrado,
vitalicio
y disgregador; dan de comer a un demonio manifiesto.
A todo esto: el parque se ha movido unos milímetros hacia el sur (y
estaba escrito). Lo peor
es sucumbir a la ferocidad del sentimiento, desprenderse como Crates,
desvalijarse a sí, a uno, con tal agresivo enjambre de inmovilidades e,
incluso desprovisto, conseguir una compañía
estable, vigente y deliciosa, hacerse con un manojo de nervios,
un pedestal de ojos que solo tenga ojos para….
El arte se trata de una derrota grabada en cinemascope atroz; el arte
es tan antiguo como el arte,
se reproduce y muere enseguida. Como robar un lingote de oro del banco
central,
ese producto americano. Por el polvo se menea un esqueleto que vuelve
en sí deliberadamente, con un palo
dibuja en el suelo el pez de la discordia; ha salido de la tierra
con una glauca cruz aceitunada, verde-verdísima y muy green, salpicada
de hierba y menudeo de algas. Y alguien que contempla el césped
desde una altura empirestética como si fuera dios y encuentra la
belleza
transida en la recreación del ciclo natural: diversos animales, gente
que escucha truenos en su cabeza.
Mirarse un cuadro y aprender una memoria, escuchar el trueno que viene
del infierno,
es decir, de dentro del islote neuronal, otro pliegue corrupto del
sistema. Se trata de biografiarse sin echar una mirada
al dulce espejo, sin referencias cáusticas ni referencias amorfas de la
personalidad, reciclar
una historia impersonal sobre un ser único y sensible, extenderse en
consideraciones excesivas mal archivadas,
denunciar una campaña vejaminista, en síntesis: rotular los bancos del
paseo
con una firma extravagante.
Resulta que ella que se aleja unos milímetros hacia debajo del alma, se
aloja debajo de un árbol cualquiera,
donde salga el sol y las nubes sean tramas enroscadas a la fiebre
cautiva
del espacio. Donde se ame en secreto la soledad y solo la genuina casa
deshabitada y el ruido del aire que se atora
ante tanto desierto de este mundo, ante tanto futuro, tanta
extremaunción de las posibilidades
y tanta prolongación del infinito, sean patria.
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