El mercado del arte
luce bien abastecido. Una millonada por la obra más rígida; la verdad es
que el mercado del arte no aventaja
al mercadillo itinerante –la frutería, la pescadería que persiste en sus
frescos habituales,
tan perecederos–, sus pinturas son rupestres (salvo Basquiat, que ofrece
contenido), marmotas técnicas ahítas de perspectiva,
cuadros aritméticos. La iluminación no ha de enmascarar las
imperfecciones
autistas de natura. Hay una burbuja inmobiliaria en cada museo; ¡ah,
espacios catastróficos!
Conocer el arte de primera mano, como si comiese de tu mano. El poeta
conoce
el arte de segunda mano porque es pobre. Posee un conocimiento
hermético de las privacidades y las galerías resplandecientes, ese alto
concepto de la luz. Mira un cuadro
y desembucha como un crítico sagaz, se prepara cubalibres de experiencia.
Jordan, sin embargo, ya ha salido a fumarse un cigarrillo.
Pasas por delante del escaparate y no te detienes a observar la integridad
oval de una lechuga en toda su magnificencia
agrícola, no oteas el sudor despegado de la tierra, ni la variedad del
surco, el encanto
pordiosero de las mañanas de luz entrometida y ese calor
sangrante que parece una sombra disecada sobre el fuego.
En el mercado del arte puedes adquirir un boleto para el sorteo de una
revolución cultural;
el recital subsiguiente, amenizado por una performer autónoma,
el recital subsiguiente, amenizado por una performer autónoma,
se desarrolla sin épica ni aliento. Otra poetisa ha sido
madre y vende sus joyitas como párvula inyección de vitalidad,
una vitamina poderosa para el cutis de los arrepentidos (y obtiene su
éxito especializado).
La manzana está ahí, descomunal en su estilo, pero solo aglutina
a un público hambriento. Jordan ha iniciado una descripción apresurada
y verde como un mar de dudas
del círculo asociado al primer mordisco, el hábito succionador y el
valor intrínseco de la masticación planificada,
ha situado un manzano en el primer plano de su idea del arte, tal vez algunas
nubes permanentes
embarazadas de liviano placer físico.
Todo el mundo codicia su Antrios:
blanco como la escena de la playa, como el dinero que se pudre en los
bolsillos del secreto bancario.
Como la pantalla donde se proyecta el módico silencio de la realidad.
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