Dentro del laberinto las expectativas. Y el cielo. Un azul que se lo
come
todo. Nubes de priva para privar. Huracanes golosos. Se desmadra el
glorioso huracán, lleva nombre
de inmigrante ilegal, más tozudo. Los personajes del fatigoso dédalo
acorazan su perfil de FB
como tortugas romanas. Esto sucede en una caverna o alrededor del
parque,
fuera de sitio, es una ocurrencia de la realidad que tiene lugar en el
poema porque no puede ser. Las rosas, a menudo,
se prometen irrompibles como cuchillos de acero inoxidable; la lluvia,
por ejemplo, es un disco rayado,
pero ahora no llueve –jamás– y el sol es otro intruso acorazado como un
rey sin palabra.
Jordan sale en el poema porque tiene que llover, su presencia
es una rogativa, una danza con ingredientes mágicos que estimula la
deflagración de la atmósfera y el consiguiente
¡chaparrón! Antes llovía con cuentagotas, los ancianos las contaban,
eran actuarios catastróficos. El poema
recuerda un momento histórico demasiado opulento, asfixiado de ríos
caudales y cables
monitorizando el mar.
En la tradición del parque, el bautismo es un rebozado de arena.
Religión no hay.
Hay popes y gente gentil con tirabuzones que pasea a su golem con
correa (y una bolsa de basura para las deposiciones).
Hay monjas con leotardos que fuman imparables el mejor material de la
comarca. Lisiados
que compran oro. Masas revolucionarias a la vuelta de la esquina.
Está Jordan en el gueto a la vuelta de la esquina jugando a la ruleta.
Sus ojos marchan
hacia la hecatombe, giran en un vórtice mainstream. La verdad es que
llueve porque dios lo ha querido, pero llueve
algo espeso como la baba de un ente dormido, un caracol sideral. El
ángel, en un segundo plano,
protagoniza un martirio de felicidad, es tan feliz como un plomo caído
del infierno: tiene poderes. Sufre
por poderes una crucifixión extraterrestre sobre una cruz de ocho
brazos, vitruviana por poco, a horcajadas,
como si dijéramos.
El Minotauro es un monosabio, también un monosílabo (aunque no lo
parezca). Dice yes cuando tiene para elegir;
conoce los caminos y rodea las cúpulas, acaricia la hierba con sus
patas de bronce:
es un trampantojo imperialista. En la tienda de suvenires de la entrada
se venden miniaturas con los cuernos
afeitados. Resulta que hay un eco futurista en cada curva pronunciada,
en cada canal de noticias, que repite
los mantras de una comisión cultural. El último poema comparece ante el
jurado; Jordan
se ha quemado la toga con el ascua de un cigarrillo americano. En la
calle,
ladran los perros; el área se devora a sí misma con apetito romántico.
Tanta justicia cabe en un fondo de armario,
colecciona traumatismos, heridas sin honor, pero el amor se dibuja
coronado de nieve
y de laurel.
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