Está el gueto, está Jordan y está Gris. Fuera del perímetro acorralado,
hay ciudad. El parque todo lo incorpora, es un campo de Higgs que
presta contenido a la función, es el libreto
repasado cien mil veces que traduce la ópera. En el gueto opera una
estrategia
camorrista; bandas desorganizadas irrumpen
pisando la hierba, o leyendo a Roth en el ínterin entre dos acometidas.
Un director salvaje
filma los disturbios con lealtad y orgullo de clase. Sin embargo, el
marco
resulta atractivo como una boa constrictor, como la plaza de San Marcos
bajo un sayo de tela basta.
Tú sabes que estás en el gueto por el humo. El humo y los remiendos que
atizan el cielo; la longitud
trasera de las filas interminables de casas vacías, ese paisaje
combativo. Allá la juventud
cantante, que fuma como si no hubiera, que pronuncia el inglés como si
fuera
igbo, que pronuncia el silencio como si se estuviera comiendo una
granada. Quién diría que el amor se entretiene
entre los callejones, brinda deliciosos momentos de complicidad y abulia,
aspavientos coloristas de las frescas bandadas otoñales.
Revientan los oídos en el descampado porque alguien agita un tema
recurrente; los chavales andan despiertos del soul,
retrasan los relojes y se orientan a través de una estrella roja que
parpadea en el fondo de un vaso de cerveza.
Líbranos del mal. El aire se ha convertido en un procedimiento, raspa
como un tiro de mosca. Jordan
festeja la noche vestida alrededor de un estilo arrabalero, unos
vaqueros
rotos por el arte, o desparecidos en el último desfile de confeti.
Hay una frase que se indigna, que ondula fatigosamente, clama
en un vacío hexagonal, curva el horizonte y sucede sin pedir permiso.
El diálogo existe
desde que difunde un panorama de responsabilidades, se abrocha de
palabras hasta el cuello, bebe rastros de licor
(dulce como Azealia-two-one-two). Los ojos orbitan un simulacro proceloso,
visitan cada sombra, abrazan árboles enfermos,
pisan la hierba –¡los ojos pisan la hierba!
Jordan se ha modificado la historia para que no pase nada: pasa que ella
representa de forma inexpresable, mejor que nadie abruma con su abultado
pálpito, su palmito irreverente, el reverso
de la claridad. En el parque –sustituido ahora por una serpiente
mítica– los disparos convocan a la multitud.
Se distribuye comida caducada a los escritores nativos y sus familias,
tan necesitadas; mientras, el poeta
forcejea con el fin de siglo o cualquier otro concepto resbaloso,
asiste
al gran estreno de la realidad y saborea un inglés fluorescente que nunca significa lo que quiere decir.
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