Mahalia está sonando, suave y pura, claramente. No son los altavoces
los que esparcen la semilla del soul,
es el boca a boca, que reduce las interferencias. Dicen que el ángel
trajo el soul en una cajita de nácar que se abría
como una cajita de música, con su bailarina haciendo su plié. Dicen que
unas gotas de arte brotaban del volumen
abierto y que se confundían en líneas biseladas, líneas apátridas,
paralelas dispuestas para el ejercicio
de los corazones y su plumón característico invernal; ah, la destreza
de la pluma, la crueldad de la madera, el aire
mismo que se anula en medio del estudio y la profanación.
Las muchachas –cómo no, también J_
n_ _ _e, también
esa muchacha vestida de ángel, arrasada por el make-up y las sombras
tardías– acuden a la ceremonia, se sitúan
en un balcón deteriorado, una de ellas con un ramo de brisa entre las
manos, todas con las manos ocupadas en algo:
bates de béisbol, cestas tejidas por husos mortales, vasos de cristal.
Cruces. Los árboles adornan la puertecita
rústica del cielo; se barajan ciertas verdades como templos que no
caben en el envés de una hoja, que no caben
en las páginas petrificadas por el arte, ni pueden retocarse en el dorso
de una mano de piel color café.
El milagro es un proceso acomplejado, recurrente; un acto de masas; uno
no puede pasar de largo de una canonización
pagana, un poco de magia elevándose complaciente hacia el vacío único
que todo lo completa, ese poder absurdo pero
notorio, pero espeluznante de las cosas sucias, y su brillo. Dios se ha
acostumbrado a las rastas, a la ganja y a la fuerza
simple de la meditación, a los santones y al Ganjes interior que se
lleva o no se lleva, cierta purificación infantil.
Rezar es una forma de morir, un anticipo. Los adictos hablan de una
muchacha con un vestido blanco, hablan de un circo,
un círculo perfecto inscrito en la bajeza de la noche y sus extraños
trueques. El pan que caía del cielo. El pan caía
negro como si llorase, tierno como si fuese besado, como si un mordisco
de lluvia hubiese descendido sobre cada perla
y la frontera del mar hubiera martilleado la altura despojándola de
nubes y retoños. El parque es una parte íntima
de la divinidad, está escrito en la superficie fértil del espacio, en
la tierra que cubre dos metros de lujuria, en el bello
sepulcro que adecenta la clase. Pasear entre piedras y mastines, entre rocas
lúgubres y mástiles encantados,
con el viento de cara y la ventisca arrebatándose en un canto
majestuoso.
Jordan chequea su belleza prematura, su estandarte; y el espejo musita
la rendición adecuada, crea el andamiaje perfecto
para la eternidad. Ahora, toda la belleza es negra, es su esplendor,
que caracolea como una bandada de rizos
enjaulados, como una silueta acechada por los lobos de la noche; la
dentadura de dios no es más blanca, sus brazos
no son más ondulados, no es más dócil la nívea porcelana de sus labios,
siquiera contagiados por el rosicler entumecido de los rayos
solares, el reflejo demasiado profundo de una palabra dada en otro
idioma, pronunciada en el idioma equivocado.
La belleza es un canto. Un pobre canto, síntoma de pobreza y deserción,
símbolo rotundo. Es tan rocoso el oro,
dorado como en una canción, y tan violento. El amarillo sufre los
reveses de la hermosura, se comporta con aflicción en las paredes,
ante el flujo determinado de la paleta artística o el equipo industrial
que abrocha el cinturón de las ciudades. La plata grita
que no es de este mundo, el diamante se queja sin motivo de su dureza
injusta. Hay un baile interesante, aunque difuso,
al que se entregan las lágrimas: solo mientras se lee. Algunas chicas han
vuelto de la guerra antes de cenar,
vienen con hambre de siglos, montañas de hambre en sus entrañas. El
olvido es un sentimiento como los demás,
uno que corroe sin pararse en mientes, no se detiene, abarca el éxtasis
y la realidad, el deseo y lo que ocurre y no se ve.
Jordan quiere gritar; jura sobre la húmeda piel de un espejismo que no
se calmará, frente a una cruz enjoyada de rubíes
afirma su otredad, la forzosa inquietud que sella su procedencia, la
familiaridad que la disturba y el remilgo que dicta,
ciegamente, su encanto, que la pone de ejemplo –rosa como fuere– entre
las flores que, abandonadas, eligen su victoria.
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