Destiny
contempla su conciencia (contempla su inocencia: es el poder del ángel); su
conciencia,
artefacto
despojado de humanidad, de experiencia y memoria. Solo en el parque, solo en la
nave
gigante
camuflada de verde original, tomada por un escuadrón de gorriones ingrávidos,
casi divinos.
Después
de tantas traslaciones, el ángel consigue la sabiduría,
puede
ver, uno tras otro, una cadena de universos que se aniquila en el tiempo. Ahora
se hace
pasar
por una muchacha más, un ser pacífico, aunque sus ojos
quemen
y su boca derrame la ambrosía candente de la perfección, su poesía
sea
parte de la noche.
En el
parque, encuentra personas confinadas en islas de conocimiento, titulares de
sombras;
un
poeta en su rama –loco de amor–, la cabeza vuelta hacia el espejo del agua, las
manos quietas como pájaros
muertos.
Jordan
en su balcón, deliberadamente sola, fijándose en el juego de la magia, en el
hueco
del
arte, en el secreto que esconde un metro cuadrado de tierra: su jardín. Las
palabras escalan por su pecho
mimoso,
su piel de caramelo, su reloj a la hora de cenar. Hay un poco de sangre
perdiéndose
por su garganta, debilitando su cuerpo respirable,
su
carne fotográfica, su manía (de amor).
Destiny
desmenuza en su interior la respuesta que a nadie convence
antes
de lanzarla como una bola rápida con el efecto de su brazo izquierdo, la
vigorosa curva de su mirada
nueva;
la verdad está en alguna lápida, por los suelos
y no en
el aire que inocula el veneno tumultuoso de la vida, y no en la música
edificante
de la lluvia (que
caerá).
Pulcra,
nuda esencia, leche materna, lengua materna,
conciencia
desterrada, una imagen revoltosa del cielo (no de dios); el alma se ha volcado
en la
metáfora, se ha poetizado en exceso. El alma es un contraste que perdura, la
confesión de un niño pequeño,
¡oh!, y
la malicia del verbo.
Pero el
arpa ha conquistado el silencio como una novia muda, ha hablado
en el
idioma de la forma intacta, su voz, tan pálida como un lamento, el profundo
quejido de la soledad,
cierta
profesión de la materia. Algo turbio que acecha la exactitud
coral
de las campanas, ese punto animal de los espacios cubiertos de nostalgia,
algo
sucio creciendo en el milagro de la resurrección.
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