relatos, apuntes literarios...

lunes, 5 de febrero de 2018

anatomía forense


Como el placer de arrancarse una postilla, los chavales tratan de explicárselo a Destiny
y ella los mira con los ojos muy abiertos, pero no recuerda. El alba ha trascendido el horizonte y las series
luminosas del sol han dado paso a una verbosidad de la naturaleza, una incandescencia
de la hierba, el florecimiento lógico del campo en toda la extensión de su espesura. Lo que supone la intervención
crítica del demiurgo y sus batallones de limpieza. Es de suponer.

El KRIT insinúa su obra como un profeta melancólico: hay retazos por aquí y por allá, existen
copias manuscritas de su proceso autónomo, palimpsestos y otras cabezadas de la literatura.

Ha aparecido un arco que no marca ninguna hora
conocida, es una puerta espacial o el pasaje a un mundo mejor. Una locomotora podría aparecer remachando
humo y señales bíblicas hacia el panorama, conteniendo la respiración de los cuervos. El ruido
podría ser un rap antagónico prologado por un maestro zen, la alegoría del silencio.

Hay un carrusel de ventanas que se cierran, balcones que no albergan ilusiones
culpables, ni han sido hollados por la planta curiosa de una heroína romántica, es decir,
no han sido descritos en cualquier idioma, ni vociferados en escena,
ni puestos a secar entre cuatro paredes. Miradores que fueron de grandes decepciones, terrenos sin peinar,
libros ordenados de mejor a peor, voces sin remedio.

Oh, Destiny detesta su propia belleza abominable, el mero impacto de su melena oscura en la materia fértil de los sueños humanos,
sobre la miseria que caracteriza las emociones, el nicho corrupto del amor. Su cuerpo
es de un tamaño semejante al de una montaña, sus manos como arrecifes de roca limada por el viento,
sus pies hechos al dominio del hielo y la cellisca. Tan diminuta cuando cruza el firmamento, como deja de verse
durante un segundo, ave de luz y sombra, límite inabarcable.

No recuerda, tiene todo en qué pensar; pues ha vivido. La banda sonora del parque
transmite en la frecuencia indebida habitual y las chicas sintonizan sus labios con el paso del tiempo, aplican sus oídos
al aire que se muere de vergüenza, debutan en el credo de la sangre. Ella se remonta al falso brillo del primer
trofeo, la primera llamada al desencanto, el primer beso hasta la náusea, y solo allí concibe
la presentida forma de su mala conciencia.


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