Cuando
los amigos tiraban de la manga, hacían equilibrios, sacaban lo peor de sí
mismos
solo
por complacernos. Oh, aquí la vida moderna ha sido deportada al absurdo: trenes
cargados de gente
y una
vía infinita, su recorrido guadianesco, el traqueteo
personificado.
Los
amigos bajaban al parque solo por el humo, en zapatillas,
antes
de irse a la cama, sin terminar de comer. Por los senderos, en los bancos
grabados a sangre y fuego
con
nombres y penurias, corazones y lágrimas carcelarias, amor de madre, por todos
los rincones
aguados
y estrafalarios donde casi no entraba la luz y la música
enfadaba
a los vecinos.
Delante
de la policía como buenos soldados puestos en fila contra la pared, las piernas
abiertas, los ojos
cerrados.
La sirena de la fábrica, entonces, no correspondía; el pueblo no abultaba
mucho,
una
larga eutanasia activa de mendigos frente a la puerta de la iglesia, su
campanario
averiado.
¡Qué pasividad! (del horizonte), qué falta de perspectiva. Qué
ajeno
el despertar del mundo, su desidia protocolaria.
Poner
un anuncio por palabras solicitando el milagro indispensable, lanzar una
botella sin mensaje, hacerse a la mar. Jordan
no ha
visto el mar, pero ha leído Moby Dick (y Un día perfecto para el
pez plátano). Es cosa de
la imaginación. Las tormentas serán imaginarias,
ballenas
como unicornios, dragones lenguaraces haciendo cola las 24 horas → Aquí: COMPRO ORO
(cca.
200 profesores de filosofía paralizados ante la puerta batiente del salón).
Hoy los
amigos se han caído de la literatura como personajes magnéticos, ha fracasado
su teatr(ill)o
burgués,
su merendola carioca y sus buenas invenciones; la aritmética tiene que ver solo
con la comida: el arte
será comestible o no será. Han caído en desgracia: los compañeros de
fatigas, los del alma, los ángeles sin ruedas
con
alas de cartón, los pequeños héroes contraculturales, los tíos raros, las tías
raras con cara de susto
y
anchos gabanes con bolsillos sin fondo.
Son cosa de la imaginación,
artífices o constructores de mundos periféricos,
informáticos
felibres, bombarderos ilegales. Son auténticos policías de la moral, brigadistas
del
orden que holgazanean sin piedad contra los farallones, en los delicados
pasillos del instituto, por la acera
pintada
de color vomitona, desangrada de púrpura, ventilada a cuchillos y a merced de tantos
elementos.
Los
amigos son menos, y más célebres. Son dos fotografías arrugadas y la pava decente
del último
ducados de toda la ciudad.
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