Repatriación.
A veces, la música no concuerda con el ritmo acrobático del verso, a veces el
Parque
conecta
con un término hostil, se recrea en su principio de mediocridad, aparece como
un arpa en medio de las ruinas
de
Alepo. A veces llegan hombres con un pasado en la maleta, mujeres con un ayer
en la estacada,
niños y
niñas con el futuro demediado por un creador ambulante.
El
Parque se ha puesto pesado con la Luna y sus nocturnidades, ha relacionado un
par de sendas
prohibidas
horneadas de humo ritual (porque, ¡peligro!, se fuma); los niños que se
pierden, las niñas que se encuentran
un
muñeco de cera con la cara del KRIT. Es un lugar honroso donde morir de pie;
Jordan no se ha muerto de un ataque
cardiaco,
aunque le hayan partido el corazón. Ahora se ha vacunado contra la malaria en un
sótano
art
decó de la Avenida, ella, que es orgánica y sutil.
Salud y
medicamentos de compañía, caramelos para la voz, grajeas para el mal de amores,
grata poesía baja en calorías
para el
colesterol. Una décima espinela es poesía sin colesterol, por más que atruene
su primera
persona,
tan sufrida. Aun así, se fuma lo que se puede, a todas horas el aire aporta una
coraza de ópalos
naif,
una pústula abierta de la que emana el mundo.
Jordan
ha hecho pie en el fondo por si la rima se esconde, por si vuela una mariposa
de más o las moscas
colonizan
un apuesto pedazo de fatberg. Y aquella voz, su voz resuena encantadora, semeja
un desplante, el paraíso
diminuto
de las débiles corporaciones, es algo corporal, como los lípidos, algo
hipertenso como una pensión de viudedad.
A la
Naturaleza el amor se le supone, el honor, el dolor también; viene al mundo un
tropel inarmónico de protestantes,
chillan
y lloran en el parque de juegos antes de bajar por el tobogán donde un ministro
del señor ha colocado un cuchilla
oxidada.
¡Podrían haber nacido en un planeta de diamante! rodeado de soles enigmáticos,
cierto sistema binario
con su
cruda pulsión gravitatoria, su televisión de pago extraterrestre, su Partido
Comunista Americano, sus perros
lobos y
su ansiedad presurizada.
Ah, hay
otros mundos –lo dijo Keats (o tal vez no dijera eso exactamente)–, pero estás
aquí,
en el
Parque que es como un inmenso y putrefacto nivel de Katazyrnas supurante y fibroso;
un espacio
simultáneo
sometido a procedimientos extraordinarios de fascinación. Hay puertas que dan
al Tribunal,
monjas
que abortan sin pecado objetos diversos, encantadores mutantes, bestias de un
solo bit, órganos pixelados. Jordan,
por su
parte, ha engendrado una fortaleza equipada con rayos UVA, un palacio de
métrica fractal
que se
ha ido a pique con el alma entre los dientes.
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