Se
trata de un espejo localizado en un suburbio de Dakar,
no es
un punto poético, ni un pasadizo donde quedar atrapado, ni un pasadizo húmedo
bajo la autovía;
no
registra una temperatura de cuarenta y cinco grados ni desciende del
melancólico
verano
bucarestino. Es una lengua mediterránea que se prolonga y viene a ser, es un
politopo y un romance
por
unanimidad.
Ella
está aquí. De nuevo. Embarazada de seis meses. De cuerpo presente.
En el
Parque ahora es tiempo de cosecha; esta hierba legal
promete
una insinuación –arabesco suspendido de un cielo que no alumbra–, se compromete
con el espacio y sale
al aire
contaminado de la noche.
Cuando tienes un sólido
neoplatónico, napoleónico, el poliedro escalofriante, la montaña
devorada
por el llanto de un canario minero, su canto mestizo; cuando las variantes
infinitas del trayecto
constructivo
se desmadejan y anulan la realidad con una llamarada de color. Cuando ella esté
aquí, oh, madre general,
madre
inspirada, mujer y sombra.
Ella
dice que el futuro es la sombra del presente, la sombra del honor y de la vida.
Pues este mundo
acoge,
comprende su idioma porque el verbo tiene sus raíces en el humo, toda palabra
nace con dolor; el espejismo
contradice
la forma, enuncia un párvulo ruego y resucita.
Se
trata de un espejo focalizado en el cálido extrarradio, un remedo, el conato
inaccesible, la movilidad
fraterna,
la navegación de las almas. En el poema, un alma se lanza a lo desconocido y
desaparece, trunca su acento,
su
literal cansancio se hace dueño del viaje, no está tranquila ni echa
fuego
por los ojos, es solo un pequeño frasco de belleza probable, una primavera
como en
todos los libros.
Arde su imagen de metal y carne, su
llanto funde la infancia de la ciudad sepultada en la memoria
personal
de los pájaros, las abejas de católico nombre, los gatos alojados
en la
gracia. Hay una llamarada, se ve desde la piel del horizonte que avanza,
promete la salvación del Arte y el dulce
sacrificio
de una gota de sangre derramada en el surco gigante del amor.
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