Sombra irrigada de llanto, si esta
mañana no es posible
manipular la luz, inscribirse en la
lápida del sueño.
Insectos y profundidades, un
yacimiento de rosas, diamante entre los dientes
después del desayuno. Jordan ha
comprobado la historia;
la historia confirma que el Parque renace
al final de la Avenida, allí donde los gatos contienen la respiración.
La escena puede contemplarse desde una
altura moderada a vista de pájaro, a pie de calle, también
estirando el cuello desde la trinchera
o la fosa. Se trata de un cuerpo
como si fuera un cuerpo, como si no
estuviera, como si estuviera muerto en un callejón
alegre repetido por la sangre,
frecuentado por la gresca, el humo y la divina
música del arrepentimiento, el taconeo
doloroso de la piedad y el constante
desánimo del tiempo, la cordura del último profeta.
Hay un árbol bañándose en el río; es
el Hudson que acude salvaje y elocuente,
otro cauce destinado a la retórica, es
el arroyo que nos lleva, el que acarrea el fango de la resistencia, el lodo
espeso de la compañía; en el árbol,
encaramado y detenido, un hombre solo,
qué torpe observador.
Ahora, Jordan presume el desenlace, ha
visto el meteoro, la claridad exultante,
borrosa claridad del bosque, su
claro-clarísimo resalte, conoce el punto flaco de la realidad. Los megáfonos
truenan con su vocecilla demacrada y
unánime, son la radiofórmula del psicoanálisis. La plaza
ha comenzado a poblarse de inquietud.
A vista de pájaro, un halcón parece un caza supersónico, un B-52
sacudiéndose el lastre de la vida.
Esta mañana no es posible, el aire se
ha encargado de ocultarse, lleva tanta
metralla, tanta mala suerte; se ha instalado
una danza entre los ojos que no puede parar,
es complicado hacerla parar, con esa
letra que vierte secretos en la tierra y ese giro del agua
que vuelve a derramarse en el espejo.
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