Qué
prosa no ha caído bajo el poder de la descripción
golosa y
cruel; oh, sus personajes descubiertos, insospechados y ya mutilada su
privacidad, exagerados sus defectos
(es el
realismo). Qué afán por retratarse y calibrar,
desordenar
el alma de la gente.
En el
poema hasta los ángeles están a salvo de oraciones indiscretas. Pueden ser sin
tutela ni exorcismo,
¡vuelan!
Abonan el paisaje con su entusiasmo caníbal, su corporeidad. Ahí está ella
difundiéndose
por la
Avenida con un vestido blanco, retorciéndose ante el milagro de la noche, ajena
a la impertinencia del clima,
pues
tiene frío y siempre será un frío cordial. Y siempre será un paisaje
entrometido, como una floración
perpetua,
un acabose insólito y frecuente.
Se
advierte un Área X más fotogénica, la pequeña Siberia, el recodo y basta. Un
atlas
moderado,
con su vegetación autónoma y sus límites frutales, su columna invertebrada;
montes y riscos
vacilantes,
vívidos. Esta vida que se reconcome y se relame, ruge de placer, surge
desde
una celda con vistas al infierno de la redención.
En el
poema, ella está a resguardo; sus piernas, a buen recaudo, sus ojos no existen
para la
noche eterna, sus manos viajan
enlutadas
y firmes, su pecho disfruta de la soledad. Está la palabra, está el contraste,
la germanía y el beso,
están los
términos del contrato con el Arte. Nada más. Un pasadizo y un árbol,
y la
mañana que pasa como una persona por delante del tiempo, el sol que se dibuja
en el recuerdo:
toda la
sombra del mundo.
Qué
desiderata, qué exilio. La prosa se desluce en fuegos vanos, palomitas de maíz
para el gran angular
y el
maratón narrativo, imágenes congeladas y vidas paralelas, rostros
semejantes,
intimidades y maneras de morir. Ah, y la poesía es vida, retruécano y palpitación (la vida es poesía),
naturaleza
que muere por su propio peso. Y porque tiene un corazón de oro.
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