Nada de
amor, y eso que ha fraguado la tarde. Nada de amor,
y eso
que el cielo ha rociado de luna los pétalos del aire, y eso que el amor.
La
ciudad verifica su onomástica, sopla la vela de tanta decepción, disimula el
humo de los trenes
bajo una
cúpula de smog; y una muchacha canta como el jilguero de la escuela, su voz
codifica el tiempo
que
circula por las venas de la hierba.
Sombra y
ciudad, tanta sombra que sorprende; pasadizos enlutados, envueltos
en qué
bruma paranoica. Y qué disolución, cuánta ceguera. Existe un creador de mundos
que no ha creado éste,
seco en
el grimorio de la desesperanza; hay un flaco favor, un grifo
de
cerveza con espíritu, un barril de sufrimiento crónico.
Nada de
amor. Ni de belleza. Ni el Ángel que compone
las sobras
del amor, funda el banco de alimentos del amor, recoge harta basura enamorada.
El Ángel
ha
comprometido su figura: tumbado en medio de las vías, atado a su crepúsculo y
su infierno, sujeto a la palabra
negada
por su trono, postrado ante su plácido misterio, el púrpura que viene surcando
el infinito.
Magia y
escalofríos de novia en raso azul, tartas de cumpleaños para la tierra
que se
esconde de esta pesadez ósea, esta corpulencia del futuro, este remolino de
lunares y vértigo;
no es el
amor lo que perdura en la memoria de los muertos,
sino el espacio,
la libertad. No es la poesía lo que sirve al honesto propósito del Arte,
es el
corazón.
Nada de
luz, y eso que ha caído la noche desde su altura constante, y eso
que las
olas del océano rugen con estupor y economía, y hay una fila de sombras que aguarda
la comunión del recuerdo;
nada de luz,
y eso que mañana
volverán
a morir miles de estrellas, volverá a derrocarse el universo.
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