Gente
que sonríe por la calle. Aunque haga frío. Aunque sea de noche y las estrellas
luzcan
su corona de espinas y las nubes repiquen su vocación de lágrima.
El
Parque es un hervidero de nostalgia, el recuerdo de las risas infantiles
sustituye a las risas infantiles, las sombras
retroceden
un milímetro apenas, los fantasmas comulgan con su polisemia estatuaria, su
imaginaria
soledad.
Un trance se desplaza por el aire y va afectando sucesivamente a las cunetas,
los descampados, aquel recodo
anónimo
donde los atardeceres llamaban a la puerta.
Hay una
puerta de luz por la que Jordan sale todas las mañanas: sin lavar,
sin
peinar, hermosa como un tigre de Bengala, doblada como una producción
internacional. El primer
verso
finge su cadencia, es arte para el desayuno, ritmo para la garganta,
es la
pastilla azul innecesaria, la que intuye un frugal renacimiento y medita su recargada
ausencia.
El Arte
ha civilizado las pulsaciones, combate la arritmia de los pájaros, esgrime un
lazo contra el viento,
pinta de
cierto color las estacas que surgen de la tierra, olvida
todas
las canciones y pide sangre a la hora de cenar. En el museo, las obras
languidecen
sumergidas
en el tedio elegante de su confluencia, cada sala es un divisadero, la atalaya
orgánica
desde la que adorar al becerro de la sumisión intelectual.
En el
origen, se accede a una visión subordinada de la autonomía temporal (los átomos
no son
culpables de sus reacciones). Jordan es tanto como un dios que observara por
una rendija
cósmica,
un dios cotilla y delator.
Dicen
que los relatos del Parque contienen inexactitudes
a cuenta
de la hierba, que los huesos no salen bien parados, que su forma no es poética
cuando…
Hay gente que ofrece su corazón cuando camina por la calle. Aunque la calle sea
eterna, aunque nieve
y la
nieve le rompa el corazón. Aunque el silencio lleve una bandera blanca y los
pájaros vuelen desarmados.
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