Un valle
donde todo sucede; asistimos al último revestimiento, la última
profanación;
la ciudad ha sido revestida de hojas, yace oculta entre la enramada y el turbio
reposo
de las
flores. Digamos que la rosa no es de este mundo: ¡Houston, tenemos un poema!,
la rosa
no es de este mundo.
La
ciudad yace entramada con el universo, distribuida de manera unánime como la miseria en un libro de
Cartarescu,
la forma
[______] en uno de Danielewski, la piel en uno de Baldwin (James). La ciudad en
su estantería
policromada,
en la pomada de la literatura, fragmentada en capítulos, catalogada y, aún así,
estática como una cruz de mármol
dirigida
al futuro, solemnemente instalada en su nave hacia Orión.
Materia
oscura, materia exótica fuera de aquella noche que se pudo tocar, que se pudo
tocar
con la punta de los dedos; cuando el peligro teñía los campos de amapola y las
estrellas eran
solo
figuras cercanas, cercadas por el llanto, rendidas a la luz.
Brillar
es un concepto utilitario; las chicas brillan en el nacimiento de la Avenida,
uno de sus múltiples
apeaderos,
una bocacalle que da (igual). Llevan botellas de licor de fresa, de licor de
rosa (fuera de contexto),
animan
la rosaleda con su binomio real/irreal, su error de estilo.
Miles de
ojos continúan la redada, capturan las palabras en su red de redes, rechazan
toda idea; asistimos
al
último desestimiento, la próxima extenuación; la ciudad se ha declarado
inocente,
incluso ha reactivado las nubes, ha repartido pases de temporada entre las
sombras. Su verso
clama al
cielo, ha vuelto a definirse ante la vida, hacia la risa humeante del asfalto,
la brisa
desarmada del tiempo, ha vuelto a la matriz del sueño
desde el
riguroso éxito de la creación.
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