Son dos
años de sangre: son dos inundaciones
(Miguel Hernández)
Pesa el
tiempo,
pasa, y su
autoridad se superpone a su metamorfosis, es tan insigne que fluctúa en su elástico
caldo de
cultivo, exaspera la nostalgia. El tiempo pasa colgado de un gancho
como un
cuarto de ternera, una persona muerta, huele a sangre y pudrición, a estómagos
y córneas,
a cambios
de aguja y mares interiores.
Pongamos
un disco rayado; el aparato acústico de la soledad ha desarrollado un monstruo
que suena como Pink Floyd,
con el
mismo arrebato distópico y la misma proyección mayoritaria.
Mañana
habrá que elegir: el cuádriceps del fascismo o la manga ancha del pensamiento.
Los héroes
pertenecen
a otro campo, un campo
que
abunda en el pasado.
La
historia crece en las hazañas y los personajes, ambos significantes
constituyen
la atmósfera de la realidad diacrónica, su plano interactivo, su pleamar y su
índice. El Parque es apenas
un marco
regular para la poesía, una poesía
afiliada
al sindicato, un tropo colectivo que arranca malas hierbas,
cuida
del prado y sus límites abiertos.
Trabajadores
que estornudan, viajes a la Luna, retoños a punto de alimentar a una familia;
el invierno
transmite
su derecho al ajetreo de los huesos, su cóncava nomenclatura, su majestuosa
viabilidad.
Música para combatir el frío en la memoria, el frío
que
amanece, que amenaza con ser, darse la vuelta y ser.
Ahora
las chicas son gigantes y basculan contra la estación postrera y su estoicismo,
gesticulan
al modo de una cantante de ópera,
óptimas
y alegres. Han desoído la voz oblicua del mesías, su polifonía estrepitosa, y
le dan patadas a una lata de cerveza,
tiran
piedras al agua y se sueltan el pelo entre vaivenes y risas. El futuro es una
roca,
un
monumento alzado en el vacío, es la sombra de un deseo invencible, el eco
ilusionado
de una vaga traición.
A bread line (1937, Margaret Bourke-White) |
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