Tantos altibajos como al otro lado,
un campo escalar con sus inclemencias, su fluctuante
meteorología dispar, un lugar
donde reconstruir. Se trata de buscar el espacio
colosal, intercostal, el volumen discreto correspondiente
a la masacre. El aire no puede ser, por más que
ocupe
borrascas y huracanes, kilómetros de vértigo,
velocidades
ocultas, por más que se le vayan los ojos detrás del
infinito.
Se rueda el casting decisivo para la cara angelical
y el resto del cuerpo
celeste; disfrutando de un repertorio de rostros
metafísicos, un combo de gestos fidedignos
nada afectados. El poema reclama su representante
inicial/ideal, su confidente, alma que sobrevuele
cada posibilidad histórica, la forma
de la experiencia colectiva.
Es un guardián contra el imperio, rosa que perdura y
se compromete; su destreza es una fórmula compacta,
su familia se compone de un millón de niños, un
millón de enfermos
abrigados, un millón de sombras pegadas a la pared.
Ella es un Ángel pero no arranca malas hierbas
ni abrasa la soledad con sus dedos silbantes; no
corre el riesgo del olvido. Recordaréis su espalda,
sus alas minerales, el decisivo mérito de su mirada,
que abarca continentes
vacíos. Duda de su aristocracia, pero se mira en el
espejo y descubre pequeñas
imperfecciones, signos de otredad; alza una voz que
disuelve la magia
en brasas tímidas, manifestaciones de un talento
antiguo.
Es la garantía de nuestra supervivencia, un contrato
hacia el futuro. Tanto destino concebido a su paso,
palabras encadenadas con mimo al ejercicio de la
claridad, imágenes del luto consentido y la pobreza,
dramas sobre la inocencia. Toda fatalidad reside acaso
en algún
pliegue de su carne, en una arruga de su voluntad.
Ella, que ondea una bandera
azul como el radio del océano, blanca como una
pistola en llamas, dulce como el humo solemne del desamor
y la vergüenza.
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