El poema
está fuera del mundo; fuera del mundo hay:
forma(s)
orden
luz
Observa
el mundo y lo comprime en una locución, una orografía, un istmo. El poema no
quiere
lanzar
las campanas al vuelo, no aspira a la reconstrucción del paisaje,
sintoniza
su frecuencia con otra frecuencia imaginaria, un periodo soñado, se prescribe
trazas de pesadilla,
nubes
ortográficas, límites.
La
miseria real de la poesía radica en su ubicación temporal,
su
datación y su data –entendida ésta como acumulación objetual y semántica–, su
semiótica multidimensional (y su Alejandría).
Pues el
poema encierra: forma-orden-luz. Y es consciente, pero necesita
el
pulso, la tormenta perfecta del pensamiento original. El poema –ajeno al mundo–
encarna un afán de una sordidez
extrema
cercana a la perfección, un virtuosismo; en contacto con la sociedad
se
desvanece, en contacto con el Arte se despuebla.
Qué
curiosidad, qué transformación, qué pesadumbre. Cada verso
es adjudicado,
pertenece a una sombra. Parece curioso que una entidad antipática (como el
poema) pueda representar
suma tan
imponente en términos
estéticos.
Urge adelantarse
al presente: como en una nave espacial que cursara
un
agujero de gusano y se proyectase en otra coordenada espacio-temporal, otro
universo mejor y más resolutivo
donde el
genio hubiese triunfado (ya) sobre la humanidad.
Definitivamente,
el único poema yace fuera del mundo, sublevado
y
tristón, comprimido entre risas y abrazos, desertor de todas las miradas, de
todos los sentidos,
lejos de
toda esperanza, toda voz…
de toda forma
todo orden
toda luz
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