viernes, 4 de enero de 2019

forma-orden-luz


El poema está fuera del mundo; fuera del mundo hay:

             forma(s)
             orden
             luz

Observa el mundo y lo comprime en una locución, una orografía, un istmo. El poema no quiere
lanzar las campanas al vuelo, no aspira a la reconstrucción del paisaje,
sintoniza su frecuencia con otra frecuencia imaginaria, un periodo soñado, se prescribe trazas de pesadilla,
nubes ortográficas, límites.

La miseria real de la poesía radica en su ubicación temporal,
su datación y su data –entendida ésta como acumulación objetual y semántica–, su semiótica multidimensional (y su Alejandría).

Pues el poema encierra: forma-orden-luz. Y es consciente, pero necesita
el pulso, la tormenta perfecta del pensamiento original. El poema –ajeno al mundo– encarna un afán de una sordidez
extrema cercana a la perfección, un virtuosismo; en contacto con la sociedad
se desvanece, en contacto con el Arte se despuebla.

Qué curiosidad, qué transformación, qué pesadumbre. Cada verso
es adjudicado, pertenece a una sombra. Parece curioso que una entidad antipática (como el poema) pueda representar
suma tan imponente en términos
estéticos.

Urge adelantarse al presente: como en una nave espacial que cursara
un agujero de gusano y se proyectase en otra coordenada espacio-temporal, otro universo mejor y más resolutivo
donde el genio hubiese triunfado (ya) sobre la humanidad.

Definitivamente, el único poema yace fuera del mundo, sublevado
y tristón, comprimido entre risas y abrazos, desertor de todas las miradas, de todos los sentidos,
lejos de toda esperanza, toda voz…

             de toda forma
             todo orden
             toda luz

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