Arde el infinito. Hay un bosque infinito en cada
pensamiento, en cada movimiento
late la presencia de una capacidad
inapelable.
Por el principio. Jordan no cree en dios –y eso que
tiene un Ángel de la Guarda (no tiene un Ángel,
sino una mariposa azul). Su Ángel come espagueti y
bebe litros de hidromiel; es milagrosa
pero de una manera adolescente, todo lo prepara
demasiado.
Ahora entendemos la realidad como una sucesión de
pareceres,
una cadena de acontecimientos: lo que no resulta
exacto exactamente. La mente, incluso dentro del Poema,
solo alcanza a procesar un número determinado de realizaciones,
multiplica su tránsito y obtiene cifras elocuentes,
sigue algunos rastros en la nieve: siempre en
retirada.
El alma pronostica una confusión paralela, se adapta
a la simultaneidad con mayor eficacia,
mas su conducto es pobre (por profético), se arranca
a defender compulsivas
metáforas. Jordan advierte una miscelánea de
arbitrariedades: por ejemplo, mueve el dedo índice y no el pulgar; pierde
por el camino una eternidad de proposiciones
narrativas.
Pues sucede el amor a todos los niveles, sucede en
la Luna, sucede en el Sol y fuera del sistema
solar, y fuera del sistema. El amor sucede
como una extraña suerte que no acaba de integrarse
en el continuo, como un presentimiento
o una absolución.
Ah, ceniza creadora, fénix universal; en el campo, las
cosas
acaecen. A cámara lenta. Es
una caída de las cosas a través de la vista general, a la vista del mundo.
Salta
una chispa de claridad en mil lugares diferentes que
son millones de átomos de luz, que son vías de desarrollo
estelar, un sinnúmero de particularidades, una
historia para cada beso,
también para los que se quedan en el aire.
Arde el amor. Un amor. Jordan atrapa al vuelo esta
emoción; el Ángel llora de alegría
porque ha aprendido a llorar,
y sus lágrimas son como el agua del río, forman un
océano de lágrimas de amor,
un océano de lágrimas de amor.
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