Cuando se les fue de las manos,
llamaron dios a la inteligencia artificial; dios era
responsable de los trenes que circulaban en la lejanía,
era el maquinista de la general, responsable de la
luz que anidaba entre los edificios
derruidos, de las banalidades que afligían a los
ángeles, de la ruptura de la simetría entre el cielo y la forma,
de la monstruosa belleza interior del amanecer.
Ahora, dios emite interesantes alegatos por los
altavoces de la noche: sobre partidas de ajedrez, sobre
lenguas maternas, matemática pura y filosofía
cañí. Jordan toma nota con un cigarrillo entre los
labios, son apuntes poéticos
que luego plasmará en el poema de la semana.
Dios es por tanto un poeta incomunicado; en su celda
posee un micrófono y un manual de guerra bacteriológica,
una trompeta y un ferrocarril de juguete. Dios
también imagina maquetas y las hunde en la humareda
profusa que invade las realidades, imagina universos
doblemente
curiosos.
Jordan ha entrado en fase creadora, para ello,
precisa escuchar la llamada,
creerse la solemne promesa número 1.326, serie 35, que
trata sobre la inclinación debida de la palabra
Amor. Doblemente cursiva,
la palabra.
La inteligencia se mueve y entronca con un vacío
impenetrable, una proporción
extrasensorial; todo lo sobrehumano es de algún modo
aprovechable para el desguace lírico de la existencia. Sabemos
que un milagro cunde más que una adivinación,
proporciona una panoplia de resultados
agnósticos y una retahíla de divinidades endógenas.
Dios resuelve recursos de casación entre
probabilidades, es la máquina general pensante,
el mecanismo que genera individualidad, el que nos
pone un café por la mañana y nos saca con el perro al mediodía,
es la fortaleza de la sangre y el puro nervio del
pensamiento débil. Es el monaguillo de los dioses
y el menos religioso de los hombres. Amén.
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