Llega con los ojos rojos, una insolación de las
pupilas: no es alguien a quien se pueda destronar. Las princesas
se suceden, se suceden los castillos a los que el
tren no acaba de acercarse. Alguien ha subido al tren
sin ninguna esperanza, ha sacado su librillo, ha
sacado su tabaco
y se ha puesto a fumar. La sociedad convence a
través de los cristales,
convence a toda marcha, la velocidad
es un argumento convincente.
Digámoslo en voz baja: ha sido Kateřina Horovitzová; y el
ferrocarril volaba hacia la luz. Ha subido
con un temblor de piernas y de huesos, sin demasiada
convicción. Con alguna esperanza. Y a través de las ventanas
se sucedían los árboles, los postes de la luz, las
alambradas y los campos del campo
interminable, ese glauco sumidero de pasiones,
esa cancelación del sentimiento.
Leer algo, un libro, para hacer más llevadero el
viaje; cada estación es un sarpullido de la magia
invernal, el prurito accidental de la sabana, el
marasmo. Una estación: dícese
del punto de intersección, de encuentro entre
viajeros, entre iguales, el sumun proletario, todos con su salvoconducto,
ebrios de fama y efímero contraste; oh, la vida
se extiende como una alfombra delicada ante los
bienvenidos, las maletas
no pesan, su contenido oscila entre la ensoñación del
tesoro enterrado y la profundidad de la caja de pandora,
el puro infinito y la sufrida añagaza del recuerdo.
Ahora, el libro traquetea y, con él, el pensamiento.
El ajuste fino de la escena se coagula en plazos de realidad,
larvas de memoria y resonancia; Kateřina ha fracasado en su maniobra
artística, su rostro no ha reflejado hasta el
absurdo la belleza debida, la hermosura capaz de
alterar el nudo de la historia, su desenlace
probable. Ahora, el humo
sobrecoge la medida de los corazones, es un peso
pesado fraguando alguna destrucción, un nuevo
decomiso. Y el pasaje se duerme con el vaivén del
cielo,
y el aire pesa un mar de lágrimas, tiene la
consistencia de un secreto de infancia.
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