Poseer el conocimiento exquisito de nuestra levedad,
la certeza
inaudita de nuestro destino. Esto es inestable,
baila como una peonza magullada, es un escenario
parecido a un cadalso. Las cabezas asienten,
disienten,
se comportan como calaveras, cerebros
desnaturalizados. Esto es inestable,
la gente coopera: es el ansia por desparecer.
Si el universo tiene fecha, un cómputo constante y existe
una secuencia,
entonces nuestra vida es más que un salto en el
espacio; ahora que sabemos de nuestra eternidad,
que hemos visto la muerte en su infame esplendor y
hemos
mirado a su rostro con los ojos rojos de haber
consumido alguna sustancia novelesca, con ojos prestados
y ojos implorantes, imaginamos la sobriedad del
tiempo, su irrelevancia
esencial, tan dividido en minúsculas fracciones
inmortales.
Tiempo ha que no doblamos la hoja por la mitad, que
no pintamos el nombre de la estrella en la pared del convento:
ah, es una tarea de siglos, de una obscenidad
volcánica, plena de barroco
esfuerzo. A todo soñador le corresponde un noble ser
humano milagroso
dispuesto a confiscarle la esperanza.
Milagros, lo que se dice. Pocos, marcianos, multitud
de pequeñas
situaciones molestas que se zanjan con un
extraordinario relato común. Resuelto el enigma de la insinuación
poética y sus zarandajas, el resplandor de la lengua
distorsionada e incapaz de apurar un breve rosario
de profanaciones morales, una guía
cosmética ilustrada y veraz, un correlato cósmico no
indignante, vamos con lo que ya sabíamos,
nuestra ignorancia es nuestro deber; y la nada que
saca tiempo de la nada para reinventarse en un monólogo
ingenioso: érase una vez…
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