Una de
las mujeres más bellas del mundo
obra en
la memoria el arpa de sus labios. Una de las mujeres
más
bellas del mundo baila erguida sobre la distancia. Salva una tristeza que nadie
sabe
elegir.
Es una música tan venerable; nace de la tierra,
nace de
la tierra, brota como una gigantesca flor de arena,
blande
su esqueleto,
sangra.
Una
mujer tan bella como una gigantesca flor de arena
canta en
cualquier lengua nativa nacida de la tierra; su poema bascula entre la
irritación
y el adorno,
el culto al infinito y la civilización necesitada de espanto. Llueve y hay que
mostrarse
satisfechos,
eliminar de la lista de amigos a aquellos innombrables,
disparar
una fotografía en sepia, fumar
tabaco
sin filtro como una chimenea, camel americano
sin filtro
y sin pudor.
Tocar la
guitarra junto a la mujer más bella del mundo, filtrarse entre sus ojos como
una
gigantesca flor de arena, tentar al polvo con un ramillete de estrofas, un
billete de mil. El campo será
santo o
no (será), el verso será santo, será un clavo
en la
mano del Ángel, un prototipo del dolor seguro de las infecciones,
una
mayúscula al principio del otoño.
Nos
dijo: el amor es una esdrújula y, como tal, desune. Toda palabra importante
se
acentúa en secreto para no destacar, diluye su hermetismo o trompetea contra la
muralla
o el
ábside. Quién no lo intuye. La mujer más hermosa del mundo
ha
bebido del aire, sus pies tan delicados
sangran
sus magulladuras, deportistas del ritmo, más
íntimos
que el verso.
Hermosa
como el mundo que gira y se retrae, que esconde el tiempo en una esquina del
pasado,
lo pone
de rodillas; hermosa como el tiempo que nace de los campos atestados de
orgullo,
nace de
la bulla y el hormigueo, la promesa de una soledad
extraordinaria.
Ella es el millón, ha ganado la apuesta, ha elevado
la
apuesta contra el acaudalado nervio de la jungla,
victoriosa
como una vieja sombra o una nueva potencia.
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