La
soledad es parte de otra noche, es parte de otra casa, de otra parte,
se
extiende, como el dominio de un ave inconformista, sobre todas las cosas que nos
faltan. Nuestra
breve eternidad
de cada día, nuestro estilo preparatorio, la pared
contra
la que estrellamos nuestra inmensa esperanza.
Preguntad
a vuestro Ángel por ese espacio vacante, esa notoriedad del vacío, os dirá que
hay un campo inabarcable,
que
existe un solo dios.
Ella
pisa las flores, sus pies descalzos descansan en la arena de los ojos de un
Pegaso
enterrado,
en la vasta desiderata del Paraíso y sus afluentes, sus playas de oro, sus
nubes de algodón; pues en otra porfía,
el
algodón se escucha crecer en la espalda de la muerte, se trafica en su sangre,
se lanza
como una
maldición o una moneda al aire.
Nuestra
dulce extremaunción de cada día, cuando los ánades ventilan su presencia
en
bandadas partisanas y la Luna
inaugura
un secreto apenas calculado –del todo insuficiente–, en la confianza de que
será guardado por las sombras
hasta el
final de la historia.
Dios
existe únicamente en el tris de lo absoluto, únicamente en las cosas propias de
este mundo,
no en la
mente que las crea
y las designa. Siempre desaprendiendo la altura, su púrpura
irradiador,
sus inhumanidades, la obscena carga de sus extrañas partículas, ¡diosa del
universo después de la barbarie!,
tras el
saqueo de la nostalgia y las bibliotecas públicas, tras el incendio del Sol.
Hoy hace
calor en el Parque, se nota porque las chicas han sacado las manos de los
bolsos. Porque
la luz
ha hecho novillos y se ha tumbado en la hierba y hay un rescoldo
unánime,
un coro de pensamientos, una lógica impura que absorbe el dorado eco de la
soledad.
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