Desde la
fortaleza de sus ojos, Destiny atesora un panorama
estupefacto
de la gran ciudad. Dice: no temáis, el
mundo solo es parte de este mundo. Ah, lo que piensa
es
demasiado perfecto.
La
ciudad se rememora en un charco. Desde la fortaleza de sus labios,
Destiny
avizora el paisaje oculto de la vieja historia. Los tejados hablan con letras
tortuosas,
cálices
de lluvia que contienen el significado de las noches ardidas,
litros
de sangre discurren por los canalones infectados de ruido. Todos los tranvías
son ahora trenes vigilados,
caravanas
de ausencia.
Dragones
y palomas, águilas y ratones como hormigas; en cada callejón
bulle un
zoológico, cada plaza se impone la primera columna de un hospital psiquiátrico.
Las chicas han bajado
a la
calle, han escalado las ventanas del metro, han rendido su estilo a la
subestación cambiante del clima suburbial.
Destiny
vuela entre dos aguas, silba porque aprendió a silbar en el último
atraco.
No hay espejos para ella; ella rompe.
Es una
artista del éxodo, simplemente un alma fatigada. Como enviada especial del
infinito,
advierte
una flaqueza constante, una suerte de lenguaje desviado,
desasistido,
que no se hace entender.
La gente
vela por la tradición, intenta recordar cómo fueron las cosas, el humo
infranqueable,
las tardes de insomnio, cómo eran los domingos por la tarde. Todo se desmenuza,
el mundo
retrocede
a su pequeño mundo en la inmensidad del espacio, la muerte
continúa
desgastando los huesos.
Dice: esta vida es reflejo de otra vida, no temáis
al amor. Lo que siente es demasiado
perfecto,
no existe pensamiento más profundo
en todo
el recorrido de la luz.
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