La culpa es del
lenguaje,
que todo lo estropea.
Pues las cosas coexisten pacíficamente unas con otras,
cada una con sus coordenadas,
pero el lenguaje las retasa y certifica,
es categórico, entra en
pormenores, airea los detalles, es el peor enemigo de la realidad,
¡todo lo desidealiza!
Entonces el poeta sugiere una puesta de sol, y
alguien lee y asiente y prefiere también
esa puesta de sol, el
sentimiento neto y mejor expresado del poeta al suyo propio, y se identifica
y destroza el
sentimiento al suplantarlo.
Apenas se utiliza el
culto impersonal, el tratamiento
cuidadoso de las
emociones –que no han de protegerse, ni han de sublimarse, ni deben ser
ejemplarizantes–
ni se escoge el vago clímax
de la descripción modesta. Ah, vale la distopía calculada, la edulcorada
sensación del vacío
existencial.
El Parque es un pedazo
de entelequia para arribistas del arte,
críticos espontáneos,
archiduques de la miseria conceptual y el desconocimiento
influyente; es como un soplo
para el tamaño del pop, como una bicicleta de Koons, un palíndromo seco,
una extensión procaz de aquella
infancia congelada.
Y el poema es la farsa
detrás de la tragedia de la sensibilidad, la comedia de la creación, el crimen
ortopédico
Nadie debería sentirse
atraído por la poesía salvo los niños,
las colegialas modernas
con sus faldas japonesas, los chicos del barrio acorralados contra el burladero
de la noche,
las chicas del barrio
acorraladas
por la mano del sol.
Pero el lenguaje todo lo
estropea, su taxonomía
barata, su limpieza técnica
de materiales y espejos, su retina mayestática. Hasta la gente,
en su mudez, es posible,
positiva, resulta natural y respetable, hasta los ángeles mojan su lengua de
fuego,
rozan el verbo solo para
negar su fortaleza,
príncipes del silencio,
poetas laureados, hijos únicos de dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario