Pues no hay mar, el
Parque exhibe su homogeneidad estacionaria,
es un estado de gracia,
un campo de sentido donde adquieren virtualidad such a beautiful heroes, plantas
de interior, arbolitos
apresados a la sombra de un ciprés dominical, monasterios
suspendidos en el aire (mariposas
de vuelta al paraíso).
El mar representa una
víscera existencial, un karma de obligado
extrañamiento, parece un
alma cincelada con diamante, sorda a las demandas de la ley. Destiny®
ha recibido su
asignación mensual: alas para el baile, su enconado método
para la idolatría.
La poesía se sucede en
este lugar infravalorado,
incomprendido. Durante
un tiempo, el horizonte se perfila en la angustia de la vegetación, el pánico
azul de las montañas. El
verso anula la sobriedad del hielo,
es otro frío calcado de
la noche siguiente, un estercolero de bondad seminueva; las palabras
dan en el blanco como
crochets de derecha. Y ahí están todas
escuchando la última
balada de Mae, el último rescoldo de la voluntad del arte.
Mundo, no hay, o se
derrite; el poema se desmonta
como un peso pesado
fuera de peso se desborda por las cuerdas del ring. El poema interpreta el mondo cane
mientras saborea un
helado de nata en un sitio seguro,
fresco y seguro como una
minifactoría
warholiana saboteadora de
talento, sano y salvo como un punto de luz.
Feliz –sin ancho mar–,
el Parque absorbe nebulosas de algodón, es un campo de trabajo, un estado
soviético lejos de cualquier
cronología, aliento instrumental,
figuración y retirado
estilo. Sobre el papel se recorre la forma
de forma que hace
sospechar, cierra a las tres de la mañana con todo el mundo dentro, hace saltar
las lágrimas
(y cómo pican los ojos
de tanto humo y tanta rematada eternidad).
© Paolo Ventura |
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