Destiny® ha desatado el
vórtice de marras. Su fisonomía
encaja en la corte de
las maravillas, su estilo concuerda con el ruido que estalla
en los bloques. El Hop
integrado en la élite nocturna, abrazado a su familia desleal,
sugerido en los
cónclaves y los pronunciamientos, el fondo adulto de Year of the OX, las voces
atómicas, rimas y demás.
A veces reconoces un
espacio disuelto en la melodía
común, a veces un
pequeño ángel interviene en los disturbios y la sangre
se agolpa en un latido
formidable,
marmóreo, el pulso
sagrado de las briznas de esta hierba filantrópica, esta anomalía del cuerpo fragmentado,
ese sucio encanto de la
tierra.
Algo desafinado y (con todo)
solemne; se interioriza una falta de himno o un ritmo corrupto,
frenético o freático,
una terminología no poética, insultante. Cierta cardiopatía del pensamiento
oculto y sus nimiedades
decisivas. El arte se revuelca en el deseo
de una nueva reforma;
una pregunta formulada en sueños se abre paso a codazos entre razonables
objetos de interés:
trátese de señales de tráfico, postes de la luz,
farolas atragantadas en
su cargo, se(cre)tos recién
podados por una mano
enferma y temblorosa.
Se multiplica el aire en
la garganta de la multitud, se trata de una respiración
general entrecortada que
asciende hasta la vida y la conquista. La imagen de Destiny® corona
el púlpito a golpe de
rodilla y suave transición, su silueta
partisana –tan
reconocible, propia de la mejor escuela, fundada en los recuentos y las
mistificaciones, fundada
en la actitud y el
desgobierno– roza la miel
empírea del sustrato
real.
El espacio se arranca a
fortificar un lado de la habitación, justo donde no hay pared
y la ventana aparece
soldada al paisaje
interior. Hay un tramo
de silencio que se conmueve precisamente ante el vacío, resalta como una
aproximación
al genio de la clase media
y sus posibilidades; el aplauso que retumba en los estadios,
flamea como una bandera
roja hecha jirones, un árbol de humo encaramado
al duro corazón del
campo abierto.
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