Busca la intimidad de la
tierra,
una sepultura, desde el
primer momento, desde el primer mordisco.
La sangre se santigua
con las manos del aire, crea su arte infravalorado, se desmitifica
en un espectáculo
irreparable.
La fiesta de cumpleaños,
sin tarta, no es lo mismo, aunque Carver,
aunque llueva y la tarta
se cale y sepa a cartón, aunque las velas rastreen un secreto tras otro
para decepcionar.
Si se recita un poema,
es un poema falso, se recita en falso. También se puede
sangrar en una fiesta de
cumpleaños, es obstinado pero estimulante; sin música, mejor,
sin interrupciones ni
fiascos comerciales, sin protección. La luz inquieta
a la sangre, su rojo
enrojece, su carmín florece en qué labios de oro, ¿qué pretende!
Vida. La vida ha muerto.
La gente habla, se rasguña y hace sus comentarios
al margen. El poema se
difunde, la tarta
gotea indiferencia: se
trata de un repartidor universal.
Cuando te mueres, la
gente sigue a lo suyo, a lo tuyo también. Las palabras se mofan con su
retintín,
su melodía aparatosa;
ah, y los familiares, tan familiares y disciplinados,
tan devotos del postre
artesanal. Las palabras verifican la situación, dan fe,
giran un telegrama que
se escurre por el cielo y llega a la puerta del cementerio,
la juerga del
cementerio.
Ángeles que sangren: se
busca (en la intimidad). El ángel nuestro de cada
día ha sangrado con
violencia, de su huella se ha calcado
el vacío, se ha deducido
un epitafio invulnerable. Estaba escrito en la arena del desierto,
en la pila del
fregadero, en cada peldaño hasta el quinto piso sin ascensor.
La sangre es una
acuarela suspendida en el mármol,
dulce como la comunión,
como un beso a deber o una mentira en los ojos de alguien.
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