Un milagro, ella
obró el milagro y se
perdió la luz, las alhajas, la corona y el vestido de organdí;
obró un prodigio
metafísico y se vio transfigurada
al cuarto oscuro de la fértil
realidad, una Avenida prosaica de longitud
viable, una grieta en el
espacio.
Coches aparcados,
abiertos como en TWD, una versión
extendida de Ama Lou
sonando a todo volumen en el asiento delantero de un monovolumen,
perros voluminosos o sus
aguerridas sombras; el ensayo de la noche
eterna, la sirena
urticante sonando a todo volumen desde los minaretes de las fábricas
desorientadas, obreros o
sus sombras custodiando la producción en cadena, soportando cadenas y grilletes,
el trago de la segunda
oportunidad.
Este es el futuro extraterrestre,
la Rosalera del mañana, el ámbito colegiado sin colegio
ni hospital, el parque
temático que vendrá.
Lleno de sentimientos
como si dijera
adiós de una forma
melódica y sincera, arbitraria, el milagro consiste, existe –un ligero
despiste–,
aporta una serie de
metódicas desgracias, entra de lleno en el cercado
sentimental y sus raíces,
su origen, su orden enigmático.
Extravió el charol
infantil de su mirada y perdió el compás; pisaba la raya,
pisaba los rayos de la tempestad,
recogía el diluvio en sus pestañas y la roca rayaba su lengua de diamante.
Primero fue el espíritu,
algo inicial y preciso, algo que no había que perderse,
luego fue el cuerpo dejándose
ir hacia el eco fibroso de la ausencia, el vacío de sonido,
aquellas máquinas
inútiles, medios improductivos, fuente de sudor retórico, el ciclo absoluto
de la clase media
despeñándose –qué aplauso, qué asombro– por el loco
abismo de una infinita
quietud. Por último, fue la palabra
la que apagó la luz al
salir;
y salió a relucir. Inshallah.
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