Fruta noble, racializada como un copo de algodón, apenas
dulce, extraída
como un saco de turba, la chispa de la mina, un sol que obrase
de manera extraoficial; este Ángel
no entrega planchas de oro,
frecuenta malas calles, no es un campesino ni responde al
canon tísico del medio oeste,
recorre el campo como en pleno vuelo. Sin tocar la
tierra.
Qué belleza. Ha cogido una insolación de tanto mirarse en
el espejo, de tanto
comer fruta envenenada, es una indigestión emocional, un
termidor
insoportable debido al clima y sus metamorfosis, y sus
metáforas encogidas de ansiedad.
Destiny finge una coreografía del antiguo testamento, usa
papel apergaminado, crea sellos infernales, sangra un
lacre que lastima los ojos,
hace llorar. Su palabra engaña como un sermón, te amonesta
desde la cúspide, suspendida en azul, tachando cielo con
las manos llenas de pobreza.
La luz hace deporte en la mirada de dios; esta es la
revelación,
el canto airoso, esta es la modernidad anticipada,
poetizada y tan real como el sueño de un fan de los noventa,
como el DJ del Jefe de la M, un clérigo adepto a Wu-Tang
Clan. Las musas
acuden a la mirada del esteta,
terminan por susurrar documentos que capaces de intervenir
en las conciencias, acaban
balbuceando poemas inservibles, un borrador de El Cuervo,
otro
inédito de Emily D.
Vamos a escribir en un papel de plata manchado de fruta,
una mancha
de fresa con su timbre original, un verso en el mundo,
hecho a semejanza de la sombra que precede a la síntesis
de todos los colores, al súbito carmín del horizonte
y al verde peregrino de la profecía.
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