Síndromes de todas clases. El de Stendhal.
El poeta comprueba su chequera
y descubre la monumentalidad circundante. Por fin llega a
Rovigo y desacelera,
imprime a su paso una fatiga crónica: en la medianía
antiveneciana
de sus calles encuentra el secreto de la levedad
poética.
Con lo fácil que es dirigir la vista
hacia una perspectiva cualquiera de la ciudad, rendir
pleitesía
al Arte modificado en las aceras y los edificios que no valen nada,
carne de demolición. La belleza
asiste a su defunción esquemática; sobre el plano, su
resiliencia espectacular, su vanidad
intrínseca, su rectitud arquitectónica,
son menos que un borrón en la memoria.
Tenemos una recta que rectificar, una parodia de antenas
y semáforos,
cruces y alígeras rotondas, árboles de atrezo, mecánica
fundacional. La altura de las casas: a su altura reaparecen
los nidos, un espasmo contrae
la matriz de la lluvia.
Alguien ha visto un Ángel y se dispone a dar
fe; es alguien que tiene fe en la arena del desierto,
alguien con la esperanza
de dibujar el mundo en un espejo amable. El Ángel
sigue el curso del río, se despereza con las primeras
campanas del alba, mariscal de un república tediosa.
La línea continúa en su formato
natural, curva y sugerente, propia de un círculo máximo, un
meridiano
lunar, cubo de agua sucia del océano –de su trazo, sale un
niño
que juega con el viento y queda retratado
en el ángulo recto del poema.
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