Ahora el vacío es una pecera
ni siquiera espaciosa, una modesta campana de agua clara
como el abecedario ante la que el mar se inclina, las olas
reducen su cabellera
vibrante.
Ejércitos de espuma sobrevuelan la noche, de fondo,
la metamorfosis ondea su vahído, se produce una personificación
de la materia,
ojos que auscultan la ingratitud del paisaje, su pobreza
litúrgica; en la distancia, unos labios parten
hacia la salvación mecánica de su conciencia, deletrean
su nombre:
a d i ó s.
Destiny protege el Parque, gira la manivela que abre las
puertas del infierno que es,
sella el puente levadizo y los tiburones gatean su
entusiasmo, su hambre funesta. El color
verde sombrea la sombra de los girasoles, la medida
exacta del líquido que se pronuncia,
la quinta esencia o el condensado de Bose-Einstein
correspondiente.
Sobre la hierba,
formas exóticas de la vida en común, pájaros licenciosos,
aves
con acento de Brooklyn, gatos como Don Gato y perros sin
collar.
El Parque anuncia su portento, resulta demasiado compacto
para desentonar entre la aristocracia,
obra su décima compañía teatral, rueda su película
sonámbula con Joe Pesci como especialista de lujo.
Cuando hay música, se escucha un latigueo
menudo, fracasado. El Rap ahonda en sus contradicciones,
se parte en dos: el Hip y el Hop
cuentan, cada uno, una historia diferente. En medio de
todo,
hay drogas y cuadros inacabados, está el grafiti del
siglo. El vacío
es una manera de olvidarse, un recuerdo que vuelve
de la parte más bella del silencio.
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