La poesía es menos. La poesía es lo de menos. La poesía
se repite. Repetimos. Hay una literatura que redobla su
inocencia, esgrime
una cámara (semi)automática, dispara
cerca de veinte instantáneas por segundo, tiene algo que
decir:
sufre una patología afirmativa.
Reiteramos una disposición; la bronca por el Arte,
la tristeza que produce un buen poema elegante, el poema
de marras, qué poema. Verso
triste, apagado de día, triste de noche. A las tantas,
el verso se destrona, se toma algo y sucumbe como un
alfabeto tenebroso
o un crucigrama políglota.
No tiene qué decir, posado en el crucigrama de la
literatura –que es un sudoku del máximo nivel, pero
letrado. De estrofa en estrofa,
dormitan las variaciones goldberg de la poesía, se
enganchan en la valla (al saltar),
meten el pie en el agua, se raspan, se arañan, resultan
heridas en cualquier sentido
metafórico, obran realidades
inestables.
A la estabilidad por el Arte; sofocados y todo,
interrogados por un técnico
estimulador, taseados y todo, vapuleados a conciencia
hasta quedar inconscientes, medio muertos en un juego
culpable. La asonancia vertical, el horizonte que se
apodera del tiempo como un pequeño robinhood
perfeccionista.
La lejanía no sirve, tampoco la procedencia
ni el arraigo. De milagro, hay equilibrio en una
gota de agua. Somos
militantes de la lluvia e inventamos hologramas domésticos
que acaban por calar los corazones. El poema
nos entra por los ojos como una mariposa, nos salva
heroicamente de nuestra inacción.
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