Debo
impedir que mis ideas se evaporen en poesía
(Kierkegaard)
Quien no conoce la biblia, la historia de Abraham, las
penalidades,
quien no parece ser
un arribista. El dilema pertenece al ser, será que somos
asesinos en potencia,
nuestro exponente es un cartucho de dinamita colocado
entre dos cuerpos, nuestro avatar
es una bomba de arena, un monte.
La palabra es el monte. Decimos la palabra
y se nubla, el cielo adquiere una ignorancia, una
ondulación, son colinas
actuantes, diseñadas así para los ojos, encañonadas por
el sol en la distancia,
horadadas por cientos de oscuras madrigueras. Decimos
que la hierba es la fuerza motriz, el ser y lo último que
veremos antes de la muerte.
No somos existencialistas, pese a lo extraordinario, pese
a la longitud
honrosa de nuestra carrera artística, esta vida llena de
tiempo perdido; se busca tiempo en tiempo real,
en la caja de los truenos del pasado. Nuestro futuro
pende de un cuchillo carnicero, somos matarifes de toda
una nación de víboras, somos
el águila que asciende en el pecado y lleva una vida
entre las garras.
Mudos (a primera vista). Permanecemos
atentos como Job (en un ¡ay!), el estoicismo es nuestra
patria, nuestro único patrimonio, la unanimidad
de las emociones nos guía por los túneles del cielo.
Hemos subido al tren del mes que viene, un tren
orgulloso de su recorrido vital; saludamos a Katerina,
bella y desconocida, saludamos
a todos y todos nos dirigen la palabra, organizamos un
baile entre vagones de distintas
categorías filosóficas. Luego, el salón yace vacío como
una escuela un día de verano,
como un espejo en medio del olvido.
Nuestra locura bajo el mismo techo, bajo el digno
paraguas de la realidad;
manga por hombro, la literatura, la manga ancha de la
literatura adaptándose a la jeroglífica crítica voraz,
el cristianismo hecho carne por una sola vez,
nuestra aleta dorsal descollando sobre la superficie de
la nada.
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