En la sala de espera (es el vestíbulo de la estación),
Destiny® lee una novela
corta. Escribe con dos dedos –código morse–, escribe con
las uñas pintadas de pintura, dilapida
todo un elenco de recursos antirrítmicos. Mientras
escucha lo último de 9th Wonder, la última llamada
al desaliento, mientras inspecciona el nuevo grafiti de
la puerta del baño, memoriza el último
chiste malo de la crew.
interiorizada como una enfermedad o un sentimiento, con
su lucha de clases
intacta, esa instalación no artística, no efímera, que la
representa. Sigue el paso titubeante de los débiles, sonríe
a los ancianos con exquisito tacto, ofrece su boca de
lluvia a los peregrinos sin rumbo.
simultánea, ubicuidad). Este don de lenguas que posee, don
de gentes,
esta manera de situarse en todas partes y hablar en el
idioma de la fe que se pierde, de la luz que renuncia,
del frío que amortigua la caída del cielo a media tarde.
en la habitación del pánico. Su libro se titula Poesía,
siempre acierta: barro se llama;
su libro lleva el nombre de una novela cualquiera
no publicada, no deseada como un hijo no deseado,
abortada en el preciso
instante de la revelación, reducida al momento incompleto
(ficticio) de toda obra descollante.
pintas de cerveza, malas pintas, extravagancia y una
mirada impura, algo del sur, algo del norte,
incómodos divanes, frazadas polvorientas.
con la mejor maqueta del ensayo en ciernes, la filosofía
de la emergencia, la historia de la historia. Su mano
procede de un cuadro antiguo, sus labios pinchan como las
espinas de una rosa tímida,
su materia se funde con la materia inapelable de los
sueños; y de todo ese tiempo
surge la verdad, ahora envuelta en el fondo inmortal de
la distancia,
hermosa como nunca fuera desmentida.
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