Transatlántico. Varado en la Gran Montaña Armenia, el
crucero de diez pisos
obedece a la lógica, o es un petrolero agonizante, un
carguero hasta el limbo de contenedores. Viviendas
de trabajo vertical, habitaciones con pistas acerca de
los pequeños terrores cotidianos. Glaciación;
sistemáticamente, el hielo reduce nuestras expectativas, oscurece
vidrieras, nubla los puntos negros de la noche. Esta es
la razón de las palabras
particulares (puerta con puerta): su particularismo.
Transatlántico, martes/trece, oscuridad
y gelatina de fresa.
apaleada, de eso se trata, montañas y funciones de onda.
Ordenamos el lenguaje
con herramientas incultas: azadas, motosierras, miércoles
de ceniza. Cuando llueve
es ceniza (no granizo). Volcanes nocturnos, pataletas de
una naturaleza
cañí.
todo esto NO muerde. No puede decirse que (no) sea
mágico. Nos precipitamos encima de la voz, otra voz,
argüimos nuestras contradicciones poéticas, nuestras
hostias
aconfesionales.
heroinómanos con la máquina en el bolso o colgando del
brazo, bombeando frecuencia
y nesecidad
(¡bien dicho!). El poema se resiente, por tanto. Es consecuencia de algo, se
bambolea tristemente,
carraspea porque –se presume– es portador del covid-19 y
su incipiente actualidad, sus cifras rimbombantes,
así como de su rango gráfico formidable.
fijación tan enfermiza y customizada, este susto intraducible
que nos llevamos. El viaje es hacia la lengua materna,
la natividad, hijos nativos de la industria editorial y
sus efluvios. Nos precipitamos. Sobre una hoz
amartillada, sobre un banco terrestre. Arenal. Es la
geología
nacional que arranca vacilaciones y nos retrotrae. Nos convence
y nos vuelve
ágrafos para siempre.
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