relatos, apuntes literarios...

miércoles, 31 de julio de 2013

santa sofía


Crece la cúpula de Santa Sofía, sube a los cielos con su motor acústico.
Adelanta a los pájaros que surcan el azúcar celeste.
Así levita toda su mole impresionante y apenas es un barco de algodón,
gravita el monumento si nada más que finge una palabra.

Pero no lleva agujas en el pelo, ni se pinta los ojos
con frescos imperiales. Crece la cúpula a la vista del mundo y asciende
como un globo aerostático conducido por un especialista
o por un alto dignatario, un príncipe italiano de ampulosos modales.

Arde la cúpula de Santa Sofía, parecida a la gloriosa de San Pablo,
ambas decoradas al gusto de la mafia, repintadas con los sabios colores
del arco de Cupido, a la manera de la nobleza elegante que holgazanea
en los salones, criada para el arte y su expresión genuina.

No retuerce minaretes ni eleva plegarias obscenas al altísimo creyente,
al primer creyente y más culpable. La cúpula se mofa de las aves
que dejan caer sus heces sobre ella: nada puede afear su simetría,
su tamaño excluye la posibilidad de tal deterioro constante, mas ínfimo.

Grita la negra y dorada esfera trunca, el sólido torreón, el domo árabe,
canta una canción de madrugada para llamar a los peregrinos exhaustos,
a los caminantes que tienen su oración preparada en el libro
y se mueren por un bocado de carne, aunque sea del cerdo prohibido.

Esta bóveda viva que se peina y se estremece en adelante
brilla con la seguridad de una lámpara minera
brava de tanta luz como protege, difunde y garantiza;
¡oh, nube dramática! Siempre la nube tras el fondo negro, roja de su atenta aurora.

Nieva sobre la cúpula de Santa Sofía y todo es posible con un gorro de lana,
es posible también una caricia sobre los adoquines del mosaico,
sobre el techo opresivo y tremendo renovado por magos artesanos,
es necesario un beso hacia la claridad del alma para prender la mecha del conjunto.

Es una máquina de hierba que consume su propio combustible sonoro,
zarza y rosal hechos de materia inflamable, crema ilegal.
Y no se pinta los labios con gajos de naranja, ni elige un modo de cantar en silencio
su balada perfecta, fabrica grados de separación en su mirada y expande el universo. 


martes, 30 de julio de 2013

blanca no es




Es la chica especial que tiene una guitarra
blanca como la luna llena,
como el blanco cautivo de sus dientes, como el blanco templado de sus ojos.
Ella es la garza de azulada pluma.

Sus manos libran dedos ágiles, delgados, su rostro guarda
el tono infinito de la misericordia.

Tiene una voz arriba y por encima
de la tranquilidad que anula el espontáneo giro de sus labios,
donde la música libre cruza el radio de su círculo de confianza

(un intenso caudal de simpatía gobierna sus trámites más dulces,
las inevitables experiencias que precisan talento y precaución).

Se mira en el espejo y acaso ve pasar una paloma, una mariposa blanca;
           
            es mirarse en el espejo y recibir un beso terminante
            detrás de otro furtivo, besos que alimentan la frente luminosa,
            las mejillas alegres, los pómulos frutales, la garganta,
            besos que defienden ciegamente la fortaleza de la sangre.

Ella que borda su cadera blanda, que tiene una piel suave
y un cabello de espuma,
curvo estandarte de su belleza lírica,
es la dueña del ángel que acuna su inocencia.

Es un arte de magia, la clase de hermosura que remite a los altares,

            vuelo que alcanza el cenit,
            cielo sobre dorados cúmulos,
            paraíso en la sombra.

Todo el oro del mundo por trenzar su misterio,
toda la sed del mundo por la flor impaciente de su boca,
toda la soledad por una mano suya a la hora de conciliar el sueño. 

domingo, 28 de julio de 2013

mensaje hallado en un frasco de jarabe para la tos


Una vez, se equivocó de salto: se enamoró de él,
poeta redundante, hombre de escasa fe, príncipe de los silencios.
Cuando leyó aquellos versos distribuidos en torno
a la rosa que hablaba del amor, sintió en el pecho una congestión rotunda,
un perfecto latido de intensidad, un soplo seguramente tenebroso, pero firme,
relleno de melaza, meloso y dulce como un papagayo,
una corriente de aire retumbante, la nubada.

Como si le hubiesen enseñado una radiografía de su propio corazón
inflamado, esponjoso, débil con esa carga de abandono,
escayolado hasta donde se pueda inmovilizar una víscera completa,
rediseñado por cirujanos de otro mundo,
especialistas en la entraña, desfibriladores expertos;
allí que pudo ver y le fue notificada una especie de cariño saltimbanqui,
algo de dimensiones pardas, ligero como una digestión pesada bajo el agua,
oh, el amor indigesto de los reyes que degluten sin mesura,
el amor fulminante de los árbitros que dirimen las cuestiones de la gloria.

Ella, que se miraba al sol como una nube, se equivocó de boca
y dio su beso más largo, flojeó tan sincopada, tan valiente
que las mareas pusieron nombre a su delirio y dibujaron su rostro
en un filón de arena del desierto, su nombre, que era corto y sigiloso, vertiginoso
era como un rincón al viento desatado. Se confundió de cara
y al distinguir su verdadera faz huyó deprisa por ciertas veredas,
caminos sinuosos, para olvidarse del amor, y se tomó una copa de coñac
para olvidar el amor y se fumó un cigarrillo de hierba para olvidar su alma.

Percibía nocivas distracciones que habían hecho mella
en su palabra, la nueva alteración de su estructura espiritual,
el pararrayos que vencería al sueño definitivamente.
Escuchaba lecciones magistrales impartidas por ingenuos sabios, ingeniosos
maestros, catedráticos originales, todos henchidos de sabiduría,
compraba fascículos sobre sentimentalismo, libros de autoayuda cósmica,
pero nada conseguía apartarla de su reino delicado,
ninguna medicina mejoraba su afectuosa fiebre, que subía
en presencia del verso, cuando escuchaba recitar el verso en su mínima expresión
de contenido y sonoridad y en su ruido minúsculo semejante al cascabel del gato.

Oh, y se mesaba un poco su hermoso cabello floreado de rizos espaciales,
su cabello sagrado, con la mente puesta en la hechicería del poema
y en la figura sorda del poeta pequeño, del poeta menguante pero diestro,
capaz de completar una proeza, capaz de introducir un secreto en su vida desigual.

Se equivocó de hombre y dio en enamorarse del cantor y del canto, del libro,
de la página rota, de una voz indeseable, de una voz tan rota como un cántaro,
tan luminosa como la verdad, tan bella como un paisaje, de una voz inhumana
y sola como puede estarlo el torrente, la tormenta, el huracán profundo
que arrasa espesos bosques y levanta tejados con furia insuperable.

Ella tan nítida y fuerte, tan amada, eligió su amor erróneo
entre todos los besos que le ofrecía el mundo.

Nunca se supo de nadie más feliz.

sábado, 27 de julio de 2013

entre líneas


La historia sigue así:

Hace calor en la ciudad soñada. El sol reparte paletadas de carbón,
tostadas recién hechas en su eléctrica corona,
su blanco portaaviones nuclear.

Desde la parrilla del verano
el calor es bastante para purgar el mundo,
que respira entre súbitos vaivenes, estornuda una montaña inversa.

La enésima avenida es una herida abierta que sangra pequeñas criaturas
ataviadas con el uniforme del éxito. En cualquier callejón vibra el asfalto.

El asfalto contagia su latido al pie de la muchacha
que baila distraído a pesar del nuevo orden instaurado en las aceras.

Hacia la esquina del café se brinda una parábola a los forasteros:
un vagabundo que arrastra su carrito de la compra ofende al personal
con sus calamidades.

El chico transmite una sonrisa oblicua,
habla por un lado de la boca y jura por sus muertos que la ciudad le mata.

Se produce un espectáculo granate cuando la policía acude a gran velocidad
al lugar donde se ha ahorcado un estudiante.

Los perros suelen estar ahí. La chica con el pie en el autobús
menea el esqueleto y se comprime con un mohín de júbilo y pereza,
(parece que se sabe la canción).

El calor hace falta para salir al paso, para ahuyentar espíritus ancestrales
que prefieren el vaho y el rechinar de dientes,
la ropa que disfraza la carne.

El sol a paletadas, a cruces del tamaño de un eclipse.

En esta orgía negra del verano
las hélices del tiempo ventilan secretos de familia,
la voz de un niño insinúa la soledad del parque.

De vez en cuando, un brote de miseria por los cuatro costados
disimula la crueldad de la noche y contrasta con el sereno aporte de la luz;
como siempre, un alzamiento de bienes públicos en marcha.

Entre líneas,
un chaval con los ojos de madera y una chica con mucho corazón.





miércoles, 24 de julio de 2013

lo que hay que hacer


Hay que hacer pan con una mano negra.
Hay que hacer pan con una rosa temprana.
Hay que hacer pan con una rosa.
Hay que hacer pan.
Hay que hacer.

Hay mucho que hacer con una mano negra:
enunciar vísceras,
proferir espasmos,
dinamizar enfermos,
esparcir los pasos,
rodear autopistas,
ponerle audífonos al cielo,
tranquilizarse.

Subir a la montaña es una cosa que hacer pero en un lapso concreto,
en un charco de tiempo, en una balsa literal de tiempo que...
ha pasado ya.

Habrá que comportarse. Hacer las cosas a su tiempo, sin tardanza,
en un charco de tiempo tan delgado, tan poco profundo.
Habrá que desistir,
desordenar un labio,
trepanar canales,
inutilizar conventos,
reordenar la forma de los labios,
trocearse.

El día ya no está, se desvanece su colección de letras y sucesos,
se mofa de alguien
que no tiene ningún poder: de un dios. Se ríe de los ángeles
que vuelan bajo con su vuelo rasante para vernos reír y para vernos sudar
en el trabajo, y para vernos.

Los ángeles hacen sus deberes, han hecho sus deberes, a saber:
capitalizar los gastos del demonio,
insistir en su frente (panorámica)
realizar autopsias,
retenerse,
polemizar con Baco.

Habrá que hacer el pan. Hay que amasarlo
con una mano negra, es el pan ácimo
que saben cocinarse los extraños con hambre y sal
cuando no tienen nada mejor que hacer, nada como:
orientarse,
beberse un rato,
inundar las proporciones,
terminar de prolongarse,
convertir el pan en tierra firme.

Los que tienen problemas y trabajo tienen que hacer su trabajo;
el plan de obra tiene que afianzarse en su charquito
de tiempo, en un momento, al instante, morrocotudamente,
a la voz, ¡al abordaje! Es como alguna necesidad,
la no-necesidad de no hacer nada, el inventario, la tarea,
lo pendiente de un órgano, lo más celeste, lo penúltimo.

            Lo dice el altavoz.

Vamos a hacer lo que hemos aprendido,
hemos aprendido a subir la montaña con dolor,
a subir la montaña,
a subir,
a compartir las sobras,
a pasar tanto frío,
a pasar frío pero solos,
a pasar mucho frío con varios familiares (y un oso),
a protegernos del estorbo,
a sonreír a los ángeles una sola vez.

martes, 23 de julio de 2013

adivinanza


Es una bola rápida.
Un error muy común que se produce es el de considerar la acción
como si fuera, así como si fuera el caso de tomarse la parte, que es el acto,
el hecho fehaciente, por el todo. Y se toma la humedad y el tacto positivo,
la caricia, por el concepto romántico, el concepto del libro, la noción,
la idea milagrosa, y se adopta la física con la intención de tantear
el pensamiento, se asume que en la realización se encuentra
la esencia, en el arrebato se halla el núcleo, lo óptimo y más sano,
se yerra de raíz al añadir el contacto a la ecuación amorosa.

Es un grillo que canta y no se ve, el grillo que interpreta su papel
con el esmero (el arte) de la estrella invitada.
Otro error tan corriente, otro fallo evidente y muy molesto
está en creer, con la creencia absurda de los seres religiosos
capaces de hacer sus necesidades en cualquier templo,
que es posible tenerlo en la punta de la lengua como si se tratase
de una frase elegida, una frase inteligente o célebre o prestada, una cita
famosa de Henry James, si hace al caso, o de algún clásico más clásico,
un proverbio romano, por ejemplo,
el proverbio que todo latino que se precie está en condiciones
de lanzar al viento, que todo español conoce y en cuyas enseñanzas
todo español porfía con ahínco y furia española (el proverbio de moda, que decía:
Fiat justitia, ruat caelum; que significa: Hágase justicia aunque se caiga el cielo).

Es un pájaro térmico.
Este que no canta, se aprisiona, que le ha salido en la garganta un pólipo,
sueña con la jaula y su columpio, con el alpiste como maná caído de la altura,
maná que brota, volandero, intermitente. Es un pájaro que vuela
desde su nido acorazado (de corazón) hasta su recipiente, receptor,
hasta que alguien o algo se interpone en su trayectoria y lo captura,
lo enchirona, lo agarra por los pelos de una sombra eléctrica.
Puede dibujarse con colores de pluma tan brillantes como billetes de curso legal.

Es un ramo (no de rosas).
Pertenece a la naturaleza desde su naturaleza resbaladiza y etérea,
no  puntúa en el ranking de las apariciones, se provee de náusea
para su fin de carrera, es emocionante, emocional, emoticón,
tiende a la magia pues proviene de una hechicería a través de los siglos,
de una alquimia constructora y podadora de metales preciosos,
viene de una colisión estelar, de una cegadora explosión cósmica.
No le pregunten a la rosa, no sabe y no contesta y es muy llevadera esa respuesta,
lo que se ha de decir y nada más que eso. Hay otro desatino muy manido
que relaciona la fragancia con la suavidad, incluso que establece
relación entre la delicadeza del cáliz y la proximidad a que remite el afecto,
la cordialidad mimosa y entregada y el recto devenir del tallo independiente;
pues nada más lejos de la intención, tierna intención, de la ética entrañable,
que la estética roma de los pétalos caídos en desgracia, la variable
inclinación de las flores más graciosas al ostentoso podio y el retablo.

Diremos que, más allá de la convicción popular, inveterado dogma,
a gran distancia del santo credo que profesan los más felices de entre los enamorados,
aquellos que deslizan sus manos bajo algodones de magia
y no contemplan otra idealización diferente a la que inspira el triste imaginario
de sus padres vestidos de domingo para la ocasión previa a todas la bodas,
la realidad advierte de que no es cierta la suposición antigua, hace señales
de humo, suelta cuervos mensajeros e introduce mensajes dentro de las botellas
para que los océanos actúen como heraldos de la verdad,
no es cierto ni palpable que su lugar de reposo sea el mismo desde el que luego ejecuta
el último y preciso acercamiento, más al contrario, su lugar de reposo,
su postura, es la de un consecutivo asombro, una emoción.

Es distinto a la luz de una farola que a la puerta de la fábrica.
No es lo mismo a la entrada del parque, junto al enrejado,
que a la vera de la fuente escondida entre los olmos, adonde hay que saber ir
sin dar más vueltas y hay que conocer el camino. No es igual a las diez de la mañana
que a las doce de la noche, cuando la luna dicta su mareante rebeldía,
su promiscua lección y exige un copioso sacrificio a los amantes coruscos,
una renuncia a los niños perdidos, arropados al calor de sus párvulos camastros,
a los hombres perdidos en la tapa de un libro,
las mujeres que sonríen y simplemente logran dulces muecas de nostalgia.

Habremos de admitir que su sitio es la piel del corazón:
la pista concluyente, la línea de salida es la del pobre corazón.
Aceptaremos que, una vez ha abandonado su pedestal de sangre, una vez ha olvidado
la circulación más rápida y segura, una vez la vida ha pasado a cuchillo su energía,
cercenado su cuello vaporoso y sutil, cuando se ha evaporado su certeza
y el águila ha vuelto a vigilar el hueco de su ausencia, cuando sabios y expertos
han jurado ya en falso por su gran enciclopedia que comienza su ascenso y su aventura,
que se inicia la juerga y la ambrosía se derrama manchando los manteles
y las manos ociosas, entonces, es cuando en verdad desaparece,
deserta y se comporta igual que una partícula indecisa
en busca de la pérfida ranura complaciente,
su tálamo de luz, altar de su egoísmo y su estatura, es entonces
que desiste y ya no persevera ni actúa, ni medita su próxima imprudencia.

Y es un lirio mohoso.
Campesino y crujiente. O en la frescura sólida de la mina que no distingue
estaciones ni sufre el rigor gris de la tormenta. En la sublimación
de la gruta inexplorada que despeja la confusión existente entre la intimidad
y el muestreo estadístico; por esquinas más que por rectas avenidas ,
arriba más que abajo, en el décimo piso mejor que en el primero,
en prosa con mayor vértigo que en verso destemplado, en verso agónico,
verso estúpido y medido en su metro fugitivo tan metropolitano.







el socorrido caso de la mascota desaparecida


Al amanecer, entra en el parque a cuatro patas
y se yergue. A lo lejos alguien cree haber visto un perro de tamaño irresponsable,
pero sigue mirando y ya no lo ve más.

Las cortezas de árbol son alimento
de baja calidad, aunque no tienen mal sabor, le saben como a leche condensada
(que no ha probado nunca). La hierba, sin embargo, tiene un regusto agrio
a nodriza en paro que no le satisface lo más mínimo, la hierba es solo
para dejar sus huellas indeterminadas, para dejar un rastro que olfateen
y registren los chuchos de paseo, los gatos salvajes, los gorriones.
Cerca de su guarida, se fija en un cachorro que, ignorante del peligro que le acecha,
se dedica a su oficio perruno de olisquear,
mordisquear y hacer cabriolas de corto recorrido. Su jugueteo despreocupado
desprende el aroma de los platos calientes de mamá.

El niño, que ha perdido de vista a su mascota, apenas escucha el gemido
indispensable y luego corre desesperadamente, busca con lágrimas en los ojos,
mira detrás de los árboles, entre las zarzas, baja repechos y desciende
a pequeños agujeros del campo, rastrea el terreno circundante
con su pequeña astucia y su amor infantil pendiente de un hilo.

En la espesura, el cachorro se ha muerto de miedo
(también a causa de un profundo desgarramiento en la tierna carne de su cuello).
La sangre mana tibia y refrescante y es un placer extraordinario
dejar que la lengua se empape de esa vida aún latente,
ese vigor juvenil hecho de salud embriagadora y arraigo emocional,
de confianza en un mañana con dueño y con un plato de comida rápida,
convenientemente sucio y apestoso, puesto a su hora en el suelo de la cocina.

Tras saciar por un instante su voraz apetito, la bestia se hace un ovillo transparente
e inicia el ritual del sueño sin acabar de dormirse en ningún caso.
Siempre en guardia, un ojo suelto, un colmillo lanzado a tumba abierta,
la cola ejerciendo su función de antena parabólica (móvil de última generación)
detectando señales de otros mundos, las almohadillas de sus patas corredoras
transformándose en delicados piececillos humeantes presos en sus zapatos italianos,
las manos blancas que no ofenden, las uñas bien cortadas,
el traje impecable de los triunfadores, un vestido de quinientos euros
o mil dólares, un traje sin dolor, el maletín precioso en una mano y en la otra
el oráculo económico del día. Las gafas de sol, el reloj
que debe ser un regalo muy caro y ostentoso, el anillo de oro.

Sale del parque a las ocho en punto de la tarde. En la distancia, alguien cree haber visto
una mujer de llamativa silueta, pero sigue mirando y ya no la ve más. Otro observador,
desde más cerca, ha vislumbrado la sombra de un ejecutivo agresivo,
pero el niño, que sigue buscando a su perrita, ha reconocido a las primeras de cambio
en los ojos entrecerrados del extraño personaje la mirada interior del asesino.


sábado, 20 de julio de 2013

evolución


El animal asciende en su materia gris por la escalera
de la evolución. Considera un idioma y lo practica
con sus congéneres imaginarios. Es fuerte y decidido,
invisible también. Nadie lo ve acercarse a las televisiones encendidas
de los escaparates justo cuando emiten el partido del siglo (una reposición).

En la mitología, el animal siempre había sido una bestia, la bestia
sin aditivos tecnológicos, la bestia sin amor y sin compañía,
el monstruo que perseguía hermosas doncellas
y asustaba a los niños con el solo escarceo de su cola peluda.

La bestia era una bola de pelo con ojos como ascuas y garras fulminantes,
pero ahora que ha sido seleccionada por la naturaleza
muestra la altivez del crack, es el número uno y ha estilizado su imagen:
de la invisibilidad a una cierta ilusión sombría y terca,
del repelente olor a azufre a una inconcreta emanación de sándalo,
un incensario en mitad del vertedero.

Ah, pero hay cosas que no cambian por mucho que lo hagan las personas
(disculpen el tratamiento, pues) y la bestia permanece fiel a su gusto
por la belleza inmortal, fiel al imán que la belleza impone sobre sus remodeladas fauces,
ligada a la hermosura de una muchacha de cabello oscuro como cielo de tormenta,
con ribetes azulados de pura potestad y nervio.

Ha aprendido a leer y no suelta sus novelas de misterio, aunque, últimamente,
una vez completado su aprendizaje delictivo con su maestro, el Señor Azul,
parece fascinada por cierto realismo sucio que no tiene tanto que ver con Carver
como con Winslow y sus cabezas cortadas, Donnie Ray y sus pinreles de ultratumba
(puede que con Everett y su breve obra pública gigante y ejemplar,
tangencialmente con Bernhard y su teoría de la tranquilidad en el entorno familiar).

Ah, y cómo espera la llegada de las navidades o del cuatro de julio -o de cualquier
fecha significativa para los tarados sin criterio- para cometer sus fechorías
ambientales, sus delitos contra natura, para realizar sus apariciones festivas
mas horripilantes e inducir pesadillas a los críos que honran a sus padres.

El animal, ahora, se mira en el espejo y piensa en repeinarse esa mata hirsuta
e ingobernable que le caracteriza, todo por asemejarse a la humanidad que desprecia,
satisfecho de ceder al espíritu de la contradicción propio de los hombres.
Se mira en el espejo y ya no ve ferocidad y músculo,
sino afán de perfección,
en una palabra, poesía.




viernes, 19 de julio de 2013

camuflaje


¡Oh, bajo el árbol de Hockney!
-más profundo que Constable-,
erguido en la inmensidad de la hierba,
¿qué seres de otro mundo no habitarán la quietud de su enramada?

Impresionado hacia su vía ácida, está conforme el árbol
con la muchacha que burla los secretos (una intrusa),
y se permite el vuelo de un insecto.

El árbol en sí ocupa muchos cuadros, contando lianas
y pequeños brotes. Abundan los colores
en contraste con la piel que parece un retrato
y es un rostro minucioso y tan físico
como aquel contoneo que apreciaban los pájaros
desaparecidos.

La chica no habla por el móvil. No habla. Permanece
en un silencio acústico lleno de rigurosos trinos ocultos
que riman con las sombras. El pincel, en el suelo, fuera de foco,
muestra su gama lógica, el eco de una risa
desatada junto al hierro de la fuente,
en medio de una soledad que no admite impostura,
la oscuridad en ciernes que investiga la tarde luminosa.

Entre la rubia profusión del césped, en un inesperado lienzo,
el pie callado y nada pálido
destaca por su nueva claridad, la brevedad inexplicable
del paso que no alcanza a disputarle al tiempo.

El pintor ha ensayado el camuflaje, y ha desfallecido;
la muchacha está ahí, bajo el árbol de tronco literario,
su árbol edificando el prado,
con un libro entre las manos vacías
y una expresión ausente, como si estuviera leyendo un cuento
de Tobias Wolff.

miércoles, 17 de julio de 2013

amanecer


¡Qué poca fama! En el desierto, apenas retrocede una brizna de luz,
porque un campo eléctrico salvaje inaugura los rayos
del amanecer. El amanecer comprende distintas salvas;
la primera sirve el desayuno en una gastada bandeja de plástico,
la segunda arroja el agua a la calle desde el tercer piso
(y no hay una tercera, pero la cuarta es lúgubre).

De pronto, está en la cama (es su elección) y no despierta, se acuna
momentáneamente. El despertador chilla un aparato gris,
se manifiesta entre graznidos horrorosos de otros animales.
Las campanas molestan a la plebe, horrorizan a la indefensa
cigüeña, protestan en su idioma medieval.

Aguarda el cristal. Mientras, el espejo aguarda
su minuto de gloria, extiende su alfombra persa al denominado ángel ,
prepara el aura, sueña su culminación y teme
un estallido, la ruptura de su leve simetría.

¡Qué poca fama! Ella nunca ha lavado su cuerpo en el agua del río,
que fluye oscura entre las factorías. El viento
se ha recogido el pelo y sopla alrededor de la mañana.
Por tanto, afuera está lloviendo de forma circular,
llueve una esfera caliente: hoy tampoco se podrá salir.

La casa duerme porque no ha sucedido ningún sueño de amor,
porque la noche continúa a pesar de los cántaros de luz
y la gente se mueve en las tinieblas sin prestar atención a su ceguera,
perros y gatos que redoblan su esfuerzo.

Ella es su guardián, su centinela. Por la ventana,
mira los árboles agradecidos, los automóviles que circulan vacíos
en esencia. La maravilla de una flor que no se ve.

Podría ser mejor, acaparar los términos, desfigurar la aurora,
podría ser eclipse y cegar la potencia del sistema
con su nítido estilo, humillar a los tibios con una rúbrica amable,
temblarse y hacer temblar al mundo con la sola energía de una lágrima.

En la ciudad desierta, las farolas se encienden a su tiempo y es un atardecer sin alma,
sujeto a la variable protección del destino.
Bajo la luna, el espejo es un pozo donde se esconde una estatua de barro
de belleza deslumbrante.





martes, 16 de julio de 2013

en el trabajo (es cierto)


Rosario hace una pausa, tiende un puente,
esboza una razón de ser,
formula una promesa alternativa.

Rosario se pronuncia en la lengua del príncipe, sin palabras,
una lengua de signos y de hogueras,
prende, arde, vuela en una sombra de cenizas recientes,
oscurece la vida para combatir el frío.

La piel de un solo uso, dispuesta a una breve caricia
antes de volver a su trabajo; las manos fuertes acostumbradas al peso,
el febril martilleo de la máquina ciega
(fuera de allí, un niño que dibuja el rostro alzado en labios y pestañas,
con la idea infantil de la belleza en mente).

¡Cuántos poetas quieren
ver a Rosario! (cierto).
Capturar un centímetro del lienzo,
desnudar su espacio de energía y lumbre,
conectar con un relámpago presente en su corona.

Pero verla. Verla a través del cielo que susurra su nombre,
abanicar la clara monotonía que rige su perfil de luna,
exprimir a tientas su perfumada efigie.

Rosario ya no está. Desaparece la parte
más prudente de sus labios, que ya no besan árboles ni convocan estrellas.
Agonizan los reinos en su cama vacía.

El poeta descubre la palabra compacta que desea
para amar cuando ya es tarde y el silencio
ha censurado la escena: ella que sale de la fábrica con las manos en los bolsos,
fatigada y alerta como quien espera una voz amigable 
y solo escucha el torpe balanceo de su respiración.