Kilómetros de amor. En la distancia el sentimiento surge
con una claridad atronadora,
se extiende como una sola red entre las redes. De la
invisibilidad del amor saben los pájaros,
hablan los manuscritos de ficción; es el amor que se
produce en otro mundo, otra ciudad donde se canta
en un extraño y prodigioso idioma y las palabras crecen a
lo ancho, suben de volumen
al compás del silencio. Donde la soledad es creación y
todo se renueva a cada giro vigoroso del aire.
Menos de mil kilómetros, apenas un instante más al norte,
un segundo de arco para la dulce flecha de Cupido.
La realidad es poliédrica o no existe. El más puro amor
florece en el desierto de las emociones, en la tranquilidad
oceánica de la separación; un amor compasivo que busca un
territorio para obrarse,
su lugar dentro del sueño. Esta realidad poética no
existe, se transforma como una mariposa
clavada en el papel, remite a la añoranza de un espacio
etéreo ajeno a la mecánica
del tiempo. En otra parte, suelo de Francia, un sitio
cualquiera en la ciudad, la casa con su bonito jardín,
su chimenea francesa, sus flores por el cielo.
Hoy, se escucha su voz, el canto amable, la sorpresa. Su
voz llena de amor, entrecortada,
detenida sobre un coro de ángeles, modulada en la fragua,
su voz en la minúscula extensión del parque habitado de
rosas irredentas, lirios insoportables. Jilguero
de antifaz que pronuncia su nombre, silba la buena nueva
con un rayo de luz en la garganta, una sonrisa otoñal.
Ella viste de labios y pañuelo. Ojos también. Ojos en
forma de corazón salvaje, labios de media luna.
Un pañuelo francés. Sus labios mecen una palabra triste,
besan una despedida que hace temblar el vuelo de la tarde.
Nunca un adiós fue revolucionario. Su ausencia inventa
olas, ondas en el agua estática de los charcos;
frecuencia y convicción. Se mira en el espejo y observa
la claridad del fuego, el drama
que consume su boca huérfana de pecado.
Cerca de mil kilómetros; prevalece el derecho de insistir
en la imagen, saludar el contraste:
cuerpo y alma. Se trata de acariciar la piel de un verso
y recibir una descarga eléctrica.
Ponerse de rodillas para besar la tierra luminosa que contiene
en su entraña el destello del bronce, la sal del mar.
A casi mil kilómetros, no es tan fácil sentir el peso de
la culpa; toda renuncia es un acto de fe.
Cree el poeta que sus manos son alas, su voz, la voz del
viento que desoye fronteras. Toma la pluma
y vuelve a dibujar el incendio declarado en su mente.
Pues arde el paraíso como una flor de hielo
plantada frente al sol de la verdad.
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