Hágase el Arpa, muévase. Suena el
chelo en privado con cierto resbalón, cierta impericia,
su textura se agarra en el aire, cruje
más moléculas. Es el sonido de la urbe en el silencio,
a eso de las dos de la mañana un día
de autos.
Personajes cerca de la naturaleza
muerta, árboles ganados a pulso. La sombra de otra sombra
enalteciéndose en la lejanía, dando
miedo a la luz. Nada tan perturbador
como esa puerta abierta a la
oscuridad. El eco adormecido de unas pisadas, la hermosa rapidez de los
cuchillos.
Plomo para beber, para pescarse un
bendito catarro. Sobra hierro en todo el escenario, la pesadez
acústica del cielo procedente de la
industria. No hay perdición fuera del espejo. Vasos de ginebra, copas
y más copas para adecentar el baile de
las tribulaciones. Los oídos
reman cada uno por su arcén, rompen
cada uno en su pilón, en su papel
de sabios. Han oído una canción dura
como el suburbio, su melodía ascética.
Es de imaginar la hermosura, el pecho,
la garganta y sus perlas. El pecho enardecido y tímido
elevándose al son de una moneda:
¡cruz!, unos pasos de hierro en el silencio.
La bendita predicción de sus ojos
calientes, qué acertada.
Los cobardes han muerto vestidos de
domingo. La letra de la canción remonta su inesperado idioma,
un francés con acento andaluz. Alguien
ha quemado las banderas, con toda razón. Por los soportales
ya son las tres y el frío se agradece.
La noche termina por salirse del tiesto y empieza a
reventar de color como una rosa
auténtica, con sus propios mohines
y su estrago.
Hace lluvia, luna, vértigo. Los hijos
de los hombres se han dado al abandono, han promulgado
destierros, normas ajenas. Reclusión.
La idea es una eterna claustrofobia, una fusión del espacios emergentes
dos o tres metros bajo tierra, donde
las manos nunca llegarán a tiempo.
Cantar es la terapia estos días
ajenos, tan atentos a su escala. Oír a Amy devorar un plano
con dos dedos de whisky en el
estómago, sacudirse la pólvora dorada que percute en las vértebras,
el solo que alza el cuello en su
carrera de cisne, la poesía ronca del artículo vacío.
Aquella muñeca rubia dosificándose en
escena, aquella disciplina cableada.
Los muertos se han ganado un bis. El
alma general de un trompetista agota el bajo.
El piano compromete la felicidad a su
manera orgánica, arrecia como un pálido diluvio entre los hielos del vodka.
Cuando la ciudad coge el compás,
pierde dinero en las mesas de hold'em: hay una relación perversa
entre los hechos y las profecías, como
entre los versos y el azúcar.
El techo de la vida se ha caído sobre
la frente de dios: es un desprendimiento controlado; las notas,
flores deshonestas, han prologado la
aurora con gracia y el polvo que se mezcla
con la sangre, el agua con el vino
forman ahora su colección de lenguas
de fuego que serpentea y muerde apenas la realidad.
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