¡Hagan literatura, señores! El casino
abre sus puertas. Al vagabundo no le ha tocado la lotería,
pero tiene un libro en la cabeza: novela
realista. Hace falta sudar para que se cuele el frío por la página,
es mejor dejar la hoja en blanco en el
alféizar, así como en el mes de enero,
que entre una indefinida sensación de
malestar, la ventisca retrógrada que inunda el cerebelo.
Qué buena distancia se toma entonces
con la gloria, la calefacción central, la caldera del gas.
Es la distancia tomada por la cuadra,
con sus animales gigantes pegados al burladero, sus animales
dóciles, prestos a la coz atrabiliaria,
aunque mansos y bellos
como estatuas cubiertas de mugre,
luceros en un espacio convicto.
La falacia es que ella haga literatura
con una leve inclinación de frente (si acaso fuera posible tal estigma,
tal contorsión deliberada). Sobra el
currículo machista, vertiginosamente entregado a la dominación social,
tan atávica, secular por parte de su
dogma. Algún teórico falta a la verdad vestido con la túnica
rampante de los sacerdotes, la magia estéril
del creyente adormilado.
Ella necesita luz para contar la
historia, que no es que la conozca,
no es que no haya ocurrido, que no es
que no se le haya ocurrido mientras camina hacia dónde
con las manos libres y sin auriculares,
sin nada entre las manos salvo una pelota de aire fresco
casi puro. Tampoco existe el perro que debería corretear
a su lado con estela y eficacia caninas, con retintín
perruno asfixiante en su dulzura,
grabable y recargable, sampleable en cualquier versión menos literaria
o más afín a su existencia.
Toda estridencia funciona a medias,
desde la descripción acalorada hasta el fondo de armario miserable
documentado a golpe de magna
enciclopedia, como de incógnito. La brevedad aquí funciona como un funicular
que se desplaza con un ojo puesto en
el abismo, se precipita; la brevedad que es la trampilla
del maestro zen y su haiku deprimente
que tanto acelera el pulso de los diletantes, tanto desagravia,
¡qué manejable! Si es preciso recitar
sobre una multitud de diez personas enteradas de algo,
que han leído algo (¡no va ser a Bernard
Malamud!), saben lo que vale un cubito de hielo,
su tintineo falsario adecuado a la
ración mensual de manicura por el arte.
Esta muchacha escribe para el rap, lo
que no habría de sorprender a nadie, dado que el rap
es la inocencia de la nación, encarna
lo más entreverado, lo enjaulado y demás, lo más cuerdo y cercano al bien
común.
Dios aplaude las rimas y las
colecciona con deleite, se las aprende en un chasquido, en un latido
de su corazóndejesús: es un hecho. La
deidad del lado de los genios, como siempre.
Ahora habrá que hacerse un nombre como
un salto mortal; Keny ha escrito, no con sangre,
su nombre sobre el agua (puso Keats: una
equivocación). Y la canción seguía infatigable, decía infatigable
que la gramática se le iba por los
suelos para volver atrás, romperse el cuello
hacia el fulgor extremo de la belleza
muerta. Un resumen en contra del poema (elogio del famoso borrador).
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