Es un amor (si existe); o no existe el
amor. Dios quisiera existir: vivir en una lágrima. Solamente.
Este dios se ríe de los muertos, no
ama. No tiene voz. La voz decía algo que no se sabe cómo, quién. Ascendía
desde el alma que trabajaba en su
espejo lóbrego, se trabajaba el amor despacio, con descaro y resistencia
al cielo. La voz cortaba las palabras
en rodajas de luz, retumbaba la sombra más extraña, con vida alrededor,
la sombra viva de un deseo alienante.
Ah, esta soldadesca divina, letras como ángeles caídos, todos
sufrientes, dedicados a la
consternación de las ciudades. Un ángel es demasiado estricto, pequeño para el
mundo;
los ángeles han fracasado ya.
El día se levanta estirado en su
ágora, mira su agenda y busca una estrella fugaz. Hay otra nube
que no. No representa el agua ni
define el espacio, no está fresca ni rezuma algodón de azúcar, no es dulce.
Esta nube se te mete por el cuerpo,
por el dobladillo de las uñas de las manos y semeja un vestido bien planchado,
continental. A todo tren se introduce
en un lenguaje que no se enseña en las aulas,
hace experimentos en una probeta de
fuego; es un elemento químico primordial, está en la tabla y en el libro,
es el karma que sacude su ignorancia y
espolvorea el ambiente con suma gratitud: se despide del parque.
El karma insinúa (que no puede ser
amor), sugiere que el amor ha perdido la vez o ha llegado tarde al espectáculo.
Hay una muchacha. Su pelo negro
resplandece ante más colores sin nombre, es el más físico,
el que llama a las cosas por su ser,
es de una pieza. Y sangra. No tiene por qué llevar un pañuelo, ni tiene que seguir
el dictado de la moda. Su idioma puede
ser francés (aunque se entienda); nada de Babel, ni un espejismo
en la tapa del cuaderno. Un viernes
que anochece y la muchacha fuma un cigarrillo bajo un sol de justicia,
crespúsculo y ceniza. El humo purifica
la razón. El olor de la hierba entumece los músculos del árbol. La gente
se hace trizas a propósito y no sabe
cantar, ni quiere oír el verso que ha sonado de casualidad.
Los versos hablan de casi todo sin
demasiado énfasis, revolotean, husmean cuánta rima se debe en este bar,
qué partida de póker se ha jugado la conciencia,
qué mujer conoce las historias más tristes. En la máquina de discos
hay un single del 78 que no puede ser
más eficiente. Pantalones muy anchos, litros de alcohol.
La droga ha pasado a mejor vida sin
persuadir al amor. Las almas se trabajan su vista pornográfica
del romanticismo mientras un ángel excesivo
disfruta del paisaje, divisa hasta muy lejos y posee: es el poseedor de
corazones.
Tan es así: el amor es el odio con un
revólver en la mano, o viceversa. El amor ha disparado al pequeño diablo
sin alcanzarle de lleno. La chica ya
no es nueva ni de estreno, traduce con cautela y perspicacia los entresijos más
dóciles,
es diplomática para esquivar los proyectiles,
las cruces hechas con dos palos de escoba y un niño de escayola. Baila
al son de un disco de oro: otro hit
inaudible. Las manecillas del reloj abundan en su rol divino, establecen
fronteras
con sutileza, trazan el mapa de la
eternidad. Alguien se pregunta entonces dónde yace el nombre de dios, en qué
lápida figura su reclamo, con qué voz
ha desterrado a los indignos.
¿Cuál es su arma si no ha sido la voz?
No hay comentarios:
Publicar un comentario