Quererla mucho es la opción. Se la
puede querer después de todo, no después de misa, no después del baile.
Ir al cine y ver, quererla mucho (después). El eco del deseo es una vergüenza, un gigantesco abrefácil para torpes,
Ir al cine y ver, quererla mucho (después). El eco del deseo es una vergüenza, un gigantesco abrefácil para torpes,
el deseo se muerde las uñas, carece de
escrúpulos. Ella es guapísima y feliz; trenza sus trenzas,
lee sus libros, cree en su rostro de
niña preciosa, crea. Sus poemas parecen de otro mundo más entero,
más honesto, la herejía, el evangelio
de un mendigo sin testamento, la mísera herencia
de la realidad. Los espejos aman su
imagen fuerte como una paloma, su luz que riza el rizo y se descansa, apátrida,
bien alimentada por los ojos. El
universo anhela su confianza, bulle de energía para su pañuelo gris.
Silencio, se ama. Amar es en silencio.
Todos lo saben; hasta los enamorados de primera hora, los menos indicados
para el viaje. A veces, su mirada se molesta
por una identificación apresurada, un deprisa-deprisa de los labios,
la carrera delante del carmín. Hay una
retirada en cada verso, en cada beso, una avanzadilla. El alma avanza
contagiosa con sus armas entre
dientes, armada hasta los dientes, amada también. Alma: se desvanece al primer
beso.
Ella, que es guapísima, de hermosa,
está tan triste como un cisne en la pantalla. Su voz arranca
destellos a la media luna, lágrimas de
sangre a la cruz escénica. Abusa del talento y la belleza;
su belleza es más enérgica que el
agua, más lúcida que el aire.
Quererla un poco menos. Ahora no se
puede flaquear en el combate, no es posible un amor desentrenado,
desnudo. Su belleza pregunta por el
peso verdadero del amor, no se deja engañar. Esa mirada tensa como un cable,
dorada en sus contornos, alta como una
campana. Se escucha una canción: es para ella,
es su canción, a hurtadillas sobre la
propiedad del verso, evaluando el poder de su ingenua memoria. Diestras manos
aliviando letras nuevas en el papel
descalzo, huellas del pensamiento que ha de lavar el muro de la lluvia.
Su mano vertical, inclinada al
inusitado vértigo de las atracciones, el carrusel del miedo. Una invitación a
la manera
de ser en las líneas paralelas del
cuadro, a la manera de agilizar el rito de la música. Rap moderno, J. Cole
en su estrado favorito, no en una
favela de Río, acaso entre las ruinas de la civilización americana.
Van al metro; viran a lo profundo y se
desviven. Las palabras de amor se corrompen en la oscuridad, ya son
palabras sucias que no tienen valor; apenas
sonidos eléctricos moviéndose con dificultad entre campos
de fuerza, riman con su propio fondo.
El fondo del poema es para ella, para quererla al infinito en poco tiempo, en
estos
tiempos de firmeza elemental. Muestra
su espectro la ira y es tan sólido como la paleta
de Mozart: mide un kilómetro de amor
entre los árboles, un bosque atareado. Los colores forman un arco íntimo
que no se dobla. La presunción de su
inocencia es la clave: inocente del cosmos como del beso primordial.
Paciencia. El amor nace de pie, se
maneja con calma. Si amarla es un deseo, una montaña que nadie
ha conseguido sepultar. Porque ha
nacido un himno, paso a paso. Una voz que presume de influencia y destino,
que se muerde los labios hasta el
grito, hasta sangrar los besos necesarios, manchar la blusa blanca recién
puesta, los zapatos, la piel.
Algo la hizo reír, no fue el amor,
pero estaba naciendo en ese instante.
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