Así que se inventaron religiones y
bombas de racimo. Que el oficio de profeta
conoció épocas de gloria. Se erigieron
pirámides, torres de babel, catedrales para aterrorizar
al pueblo. Se construyeron suntuosos
palacios y ciudades prohibidas. Todo dentro de un orden.
Es preferible callar y observar a la
música, cómo sube al tren con su maleta de cartón,
se masifica en las estaciones del
metro donde una secta puede perforar bolsas de gas sarín un día cualquiera.
Pero la música lleva los pantalones
por las rodillas y se escucha a sí misma baqueteando,
rasgando la guitarra o trasteando el
bajo. Un solo de trompeta es como su palabra de honor. La música
da su palabra al horizonte, en el
pasillo del metro junto a una violonchelista
ciega, un organista colosal. Al
underground acude el jazz a tomárselo con calma, con alma,
a tomar altura hasta el tobillo de
Bach (es un decir). El sueño del jazz produce otros
sueños difíciles de condensar en un
poema.
Así que los poetas fueron considerados
artistas, y críticos hubo que afirmaron
la enormidad de su tarea sobrehumana,
su calidad utópica, su capacidad para reseñar y transmitir,
sintetizar el espíritu de las naciones
en una estrofa carismática; ah, narcisistas, ídolos del chovinismo criminal.
La elevación es positiva, necesaria,
incalculable. Una buena ascensión y el cielo estará ahí para cubrir
expectativas. El cielo es un escándalo
prosaico, vulnerable, es Bonito. Porque lo dice dios.
Van al cielo los mismos que van al
club privado, aquellos que frecuentan los palcos,
las primeras filas de las
representaciones católicas en sus cartujas y sus templos góticos,
los que reservan su localidad. Entran
al cielo por la puerta grande, adornados a la última, con el último grito
puesto
en la cabeza, los zapatos adecuados.
Dios hizo, pues, cosas espectaculares
y otras menos arrogantes; creó clases sociales y las dotó de buen y mal gusto,
respectivamente. Dios se inventó el
fútbol y el diablo contraatacó con el basket. Hay una guerra idéntica
a las guerras de los hombres, con
bazucas y misiles tierra-aire. Sin sangre, solo una especie de botafumeiro,
un revuelo de plumas y cabello de
ángel, pura repostería celestial.
Como Madison le dijo a Satanás: "tu nivel de servicio al cliente es una
mierda"[1].
Así que la muerte se compadece y deja
de agarrotar, de acogotar, de mascullar derrotas insufribles;
ella trabaja para un patrón odioso que
son dos, abominables ambos para ella. Que no la dejan lucirse en la batalla,
no dejan que transcurra con idoneidad sin
límite. Incluso su dalle es una farsa, ¡es apócrifo!
A veces, la gente sonríe antes de
morir, inmediatamente antes. No son conscientes del gancho de la realidad
hasta que impacta y entonces no ven
pasar una película fotograma a fotograma de sus vidas estériles o subjuntivas,
entonces mueren y solo tienen tiempo
de blasfemar un poco, cada uno a su estilo,
con sus propias palabras y su fe. Con
su esperanza intacta
y ese calor del metro filtrándose por
las rejillas del silencio, colapsando el oído y la columna.
No hay tiempo de cavar un hoyo para el
corazón. Ni se alcanza a recordar la felicidad de los volúmenes sagrados,
su incienso y la frescura agnóstica
del mármol y la piedra. Solo llega la sed
y en lugar de un manantial brota un
damero de jazz, el barrio y su claustrofóbica rutina.
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